El consejero.

 


             Cerraba tres veces la puerta de su casa al salir. Caminaba moviendo siempre antes el pie izquierdo y si al llegar a su destino era ese mismo pie el que acababa el camino, daba dos pasitos, como un soldado que pierde el paso, para acabar  con el pie derecho. Jamás mezclaba los colores de los alimentos al comer: primero las verduras rojas, luego las verdes, le seguían las blancas o el arroz y, por último, la carne o el pescado. Se lavaba tres veces las manos antes de comer o después de tocar algo que no fuera suyo y jamás se sentía limpio si no se pasaba, al menos dos veces seguidas, el hilo dental por cada pieza de su impoluta dentadura. Su mundo era perfecto solo dentro de su rutina. Nadie sabía que ese cincuentón calvo, espigado e insoportablemente maniático era en realidad la dulce Amanda, la coach más seguida del país que, con sus consejos publicados en docenas de periódicos y revistas, ayudaba a superar los traumas y manías de cientos de lectores. Cada noche, cuando en su casa leía las cartas que llegaban a la redacción, lloraba en silencio al recordar cuando era un simple periodista en paro, feliz aunque hambriento, que había aceptado ese puesto para poder pagar los atrasos con el casero. Por entonces solo tenía una manía: sacar la basura únicamente cuando ya desbordaba la bolsa por todos lados. 

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