Inanna

                   


                 


                               Mi psicólogo me dice que eso de recordar haber vivido otras vidas es una ficción de mi mente, que cuando sueño con ellas es porque me auto sugestiono pero yo estoy absolutamente segura de que no es así. Sé, y no me equivoco, que esta no es ni la primera ni la única vez que vivo en este mundo. Lo sé y se lo voy a demostrar. Mi maestro espiritual me ha aconsejado que duerma con una libreta y un bolígrafo junto a la cama y que, apenas despierte, antes de que se cierre el portal que une el pasado y el presente a través de los sueños, mientras aún esté abierto por las últimas hilachas, escriba todo lo que he vivido a través del sueño. La verdad, no lo tenía muy claro, pero seguí sus indicaciones al pie de la letra. Cualquier cosa para poder convencer al psicólogo de que no soy una desquiciada neurótica más como las otras que veo en la sala de espera hasta que me toca el turno para entrar mis cuarenta y cinco minutos. Me acosté temprano, me tomé la infusión de hierbas relajantes y facilitadoras del recuerdo para dormir, hice mis ejercicios de respiración, comprobé que el block estaba abierto y que el bolígrafo escribía, me tumbé con los ojos cerrados y comencé a recitar el mantra del sueño como mi maestro me había enseñado. 
                  Fue un parpadeo. Cuando abrí los ojos estaba en Uruk en tiempos del reinado de Gilgamesh. Sumeria, oh, Sumeria. Ahí fue donde tuve mi primera vida. Qué sociedad más liberal y, al mismo tiempo, más estricta con la ley. Allí ser mujer era lo mismo que ser hombre. Yo, de hecho, era sacerdotisa de Inanna. No era la primera vez que volvía en sueños a Sumeria y sabía que pronto despertaría, justo cuando alguien me degollara a traición. Jamás supo nadie quién fue y el deshonor para Uruk duró años. Solo yo sabía quién y por qué había sido y hoy, cinco mil años después de mi muerte, voy a ser capaz de escribir su nombre. Al despertarme la cama estaba empapada y revuelta como si en ella hubiera tenido lugar una pelea a vida o muerte y yo me encontraba agotada. Me costaba respirar y no lograba fijar la vista. Alargué la mano y busqué la libreta. Allí estaba, en el suelo, con las hojas arrugadas y a medio arrancar. En ella unos signos extraños metidos en un cuadrado. Era sin duda escritura cuneiforme. Y era sin duda su nombre. Al leerlo vi su cara y  no pude evitar llorar con todas las fuerzas que me quedaban al mismo tiempo que rompía en pedacitos el papel acusador y me iba tragando los trozos. Era mi psicólogo. Mi psicólogo fue quien, esa tarde, por la espalda, dominado por la rabia porque no quise escogerlo a él para la celebración del nacimiento de Inanna, me cortó el cuello mancillando con mi sangre su santuario. Mañana le diré que no soñé nada, que en realidad todo esto no es sino una invención mía para poder llamar la atención, que, en el fondo, soy una neurótica más de las que esperan sentadas su turno a que yo salga.

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