Cuando de pequeña le preguntaban a quién prefería, si a papá o a mamá, ella nunca tuvo dudas. Como hacerlo si cada vez que pensaba en su padre la única imagen que le venía a la memoria era el de una señor que nunca se afeitaba, que olía siempre a alcohol, sudor y tabaco y que, el día de su sexto cumpleaños no apareció para su fiesta de cumpleaños ni para la típica foto partiendo la tarta con su madre y con ella. De hecho, ese día no apareció por su casa a ninguna hora y lo único que supo de él desde entonces fue alguna postal por Navidad en los años siguientes yn un regalo de Reyes que le llegó dos meses después con el papel desteñido, roto por las esquinas y la caja ajada y sucia donde el papel ya no la cubría. Por eso, cada vez que oía llorar a su madre por la noche, a solas y encerrada en su cuarto, ella hundía la cabeza en la almohada tratando de no escucharla y también de ahogar su propio llanto mientras le pedía a Dios con todas sus fuerzas que la mentira que contaba en el cole cuando le preguntaban por su papá se hiciera pronto verdad y ella dejara de ser una niña a la que su padre abandonó para poder ser, por fin, una orgullosa y feliz huérfana.
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