Mi madre murió convencida de que yo iba a ser ese triunfador que apuntaba maneras. ¡Pobre viejita! Si me viera hoy volvería a morirse, pero de tristeza. Cuando rezo - sí, a veces rezo, qué pasa - lo primero que hago es darle gracias a un dios en el que, en realidad, no creo, de que ella hubiera muerto cuando yo no era aún esta piltrafa que ahora tiene usted delante, cuando todos apostaban por mí. ¡Ilusos! En realidad estaban apostando por una mentira, por una ficción, por un personaje creado por mí ex profeso. Nunca vieron mi yo real. Al menos, no mientras ella vivió. Mi madre murió pensando que conmigo lo había conseguido, que al menos conmigo había acertado, que yo era ese hijo que se mereció todas las veces que dio la cara por él y que, al final, fui el hijo que siempre creyó tener. Solo espero que, si hay otra vida, no haya forma de mirar hacia esta. ¿Qué sacaría ella viendo su error sino sufrir sin remedio? ¿Sabe usted? No siempre fui un mal bicho, aunque es cierto que hice cosas malas; cosas que, si pudiera, borraría; cosas que jamás volvería a hacer pero que, por desgracia, hice. No, amigo, no. Yo no soy de los que van por ahí con la milonga de su inocencia. No, yo soy culpable. Ojalá no lo fuera. Sobre todo por Anne, su bebé y su madre, Y por la mía. La vida es una mierda, amigo, escriba eso. Diga que se lo he dicho yo. Fíjese si no en mi madre, pobrecita, que murió convencida de que algún día yo sería el centro de la noticia más importante de todo el país. Dígame si no es una broma cruel que su deseo se convierta en realidad al ser yo el último preso federal que será ajusticiado antes de que una enmienda constitucional lo prohíba.
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