Polvo serán, más polvo enamorado. (Francisco de Quevedo)

 


                   Cerró la puerta tras de sí con cuidado. No quería hacer ruido a esas horas. La casa estaba totalmente a oscuras salvo en el salón donde la luz parpadeante de un televisor casi sin volumen servía de faro. Tiago dormía en el sofá con el ceño fruncido, una pierna apoyada en el suelo como si fuera a levantarse de un salto de un momento a otro y la otra pierna colgando del brazo del sillón. Victoria lo miró tratando de sentir algo por él, lo que fuera: cariño, amor, ternura, rabia, asco, odio... lo que fuera. Pero no lograba sentir nada; solo una enorme y dolorosa indiferencia. Se sentó a su lado en la alfombra a observarlo tratando de reconocer en él al hombre que la fascinó hasta enamorarla, que la esperaba a la salida del trabajo sin importarle el tiempo que hiciera para volver juntos a casa, que siempre tenía una anécdota, un chiste o un chisme sabroso para conversar o hacerla reír. No lograba recordar cuándo o cómo se convirtió en ese esperpento barrigón, desaliñado, perezoso, que ni siquiera había recogido los restos de su cena y las tres latas de cerveza de la mesita del salón. Le era imposible sentir nada por ese extraño que ocupaba noche tras noche el sofá salvo alguna que otra, muy esporádica, que se dejaba caer en la cama para hacer una pobre imitación de lo una vez fue sexo apasionado y ahora era algo frío, vacío, mecánico y, afortunadamente, corto, para después desmadejarse como si hubiera hecho un esfuerzo titánico y roncar como un viejo y gastado motor diésel. Le era imposible creer que diez años de convivencia tuvieran ese resultado en ellos. Se levantó silenciosamente, por nada del mundo querría que Tiago se despertara. Se metió en el dormitorio, se dejó caer en la cama así tal cual venía del trabajo, y como casi cada noche, se quedó dormida llorando abrazada a su almohada.

Asepsia vital.

 


                   El día a día se le hacía cada vez más insoportable: la ducha, desayunar, ponerse la mascarilla -ahora tiene que ser una ffp2-, ir a la compra con más miedo que precaución por la gente que se cree inmune a todo, inmortal como dioses de la imbecilidad, volver a casa, lavarse las manos -el tiempo de rezar un padrenuestro-, ponerse hidroalcohol, desinfectarlo todo, para luego encerrarse en su despacho salón entre montañas de papeles, emails, videollamadas, expedientes y una soledad tan grande que, poco a poco, lo hundía cada día más. A veces se tomaba un café con la mirada perdida en la ventana que daba al parque y recordaba con cierta nostalgia absurda la época en la que maldecía todo lo humano y lo divino por tener que ir  en un vagón de metro abarrotado de gente, mucha de ella oliendo descaradamente a humanidad, hasta una oficina pecera, donde el jefe te observaba a través de los cristales a pesar de estar repleta de cargantes cartelitos que trataban de ser motivadores o tener que comer cualquier cosa en la barra de un bar lleno de ruidos y olores a comida. Nada que ver con su aséptica, ordenada, silenciosa y aburrida, terriblemente aburrida, vida actual donde solo era feliz cuando dormía. 

                 Allí, en ese mundo de los sueños, ¿tal vez el real?, no existía nada de todo aquello. Allí, en ese mundo, cada noche era alguien diferente sin dejar de ser él mismo. Allí volvía a ser un niño feliz y curioso que se quedaba ensimismado ante cualquier cosa que le llamara la atención, volvía a ser un joven que descubría su capacidad de memorizar cosas perfectamente prescindibles pero que unidas entre sí forjaron un muro que durante mucho tiempo lo defendieron de  otras muchas cosas que vinieron después hasta que, inevitablemente, como en cualquier asedio, este también se fue resquebrajando hasta venirse abajo. Allí, en sus sueños, volvía a enamorarse, a sentir ese vértigo tremendo y fantástico que te hacía volar sin alas. Allí no existía ese nubarrón gris que, igual que si fuera de plomo, mantenía su vida cada vez más pegada al suelo, casi sin poder alzar la cabeza ni para respirar. Allí, en los sueños la vida dejaba de ser en blanco y negro y se teñía de unos colores que le hacían sentir calmado y feliz. Por eso, mientras tecleaba los expedientes en el ordenador, miraba de vez en cuando las cajas de somníferos y ansiolítico que le había recetado el psiquiatra para mitigar la ansiedad y la depresión y que él, en realidad, nunca se había tomado. Nunca hasta esta noche. Pero no para suicidarse, eso no le interesaba, nunca huyó de nada en su vida. Los tomaría para dormir, para dormir mucho, mucho, tiempo, Los tomaría para, ser feliz mucho, mucho, tiempo.  La pena, pensó, es no poder ver la reacción del forense cuando, dos o tres días más tarde, al no conectarse con el trabajo, descubrieran su cuerpo en la cama, bien rasurado, bien peinado, tapado con el cobertor y con una enorme sonrisa en los labios

 

Caín.

 


                     Se casó con Celia porque era la chica que le gustaba a su hermano y ellos competían por todo. La ética o el amor no contaban en esta ecuación, lo único que importaba era el resultado: ser él quien venciera en este reto. Cuando dijo "sí, quiero" ante el altar en vez de mirar a la novia lo hizo de reojo hacia el banco donde estaba su familia. Quería ver la cara de su hermano en ese momento. Ya de niños se peleaban por ser el preferido, el que todos elogiaban, Él siempre se sintió perdedor y se prometió que se lo haría pagar cada día de su vida. Se juró que a partir de ese día le quitaría, por las buenas o por las malas, todo lo que para su hermano fuera querido o importante. Por eso nunca se paró a pensar en que Celia tuviera sentimientos, voluntad propia o que su vida se rompería para que él tuviera una victoria, tal vez la definitiva, sobre su hermano. Él solo quería ver cómo sufría cuando le quitara la mujer que amaba. Sería el momento durante tantos años soñado, el de la dulce venganza, solo que, a pesar de todo, no le supo nada dulce. Tal vez porque ningún corazón lleno de amargura puede sentir dulzura alguna.

No abrir.

 


                       Lo primero que guardaba en la caja de cartón marrón era el árbol de navidad. Cada año decía lo mismo: este es el último, el pobre está tan cascado que no creo que aguante uno más. Luego colocaba las bolas por tamaños y colores. Odiaba el desorden. No entendía a la gente que cuando las fiestas se terminaban lo cogía todo y lo metía así, a batiburrillo, manga por hombro, en una caja o, peor aún, en una de esas bolsas cutres de hipermercado y luego quedaba allí todo, mezclado y roto, hasta que al año siguiente alguien lo sacara de la fosa común. En la mesa, junto a las luces de colores, ese año había un paquete pequeño envuelto en un papel dorado reluciente atado con una cinta roja. Una nota pegada en su exterior advertía con letras de molde: no abrir, contiene un año de amor. Eso fue lo último que metió en la caja antes de cerrarla con una de esas cintas de embalar de las que venden en los chinos. A veces, como al descuido, miraba al espejo que cubría la pared del salón. Allí, sudoroso, le devolvía la mirada un señor regordete vestido con un chándal gris, con el rostro gris y los ojos apagados que se peleaba con la caja para cerrarla perfectamente. Miraba una y otra vez, pero por muchos intentos que hacía no logró ver por ningún lado a aquel niño que una vez fue y que siempre correteaba por todos los lados, unas veces persiguiendo a su sombra y otras perseguido por ella.

Memento mortuis.



             Ya solo recordaba el rostro de su madre muy vagamente. Recordaba perfectamente, su voz, la tersura de su piel y hasta la forma tan armoniosa en la que movía las manos al hacer la comida, pero su rostro se había ido desdibujando en su memoria hasta convertirse apenas en una sombra ligeramente familiar. Cada mañana hacía el esfuerzo de recordarla pero cada día le resultaba más difícil que el anterior. Temía el día en el que ya no pudiera verlo aunque fuera como hasta ahora, como una sombra entre otras sombras, porque ese sería el día en el que su madre moriría para siempre y él, y solo él, sería el culpable. Porque los muertos solo mueren de verdad y para siempre cuando ya no habitan ni en nuestros recuerdos.

Trascender.

 


                 Me sentía harto de todo, perdido, cansado de buscarle sentido a la vida, a mi vida, desesperado por saber qué era verdad y qué no. Estaba, en una palabra, decepcionado. Y apareció el lama Bodhidharma. Fue toda una revelación para mí. Todo en lo que había creído, todo lo que había perseguido durante mi vida se derrumbaba ante mis ojos como la casita de paja de los tres cerditos ante el soplido del lobo. El lama Bodhidharma me abrió los ojos a la realidad del ser humano y a la trascendencia del alma. Por fin había encontrado la verdad que tanto tiempo busqué. Me hice budista y comprendí que el ser humano no moría definitivamente sino que al cuarto día de que el cuerpo y el alma se separaran, esta volvía a otro cuerpo hasta que se cumpliera su destino. En el fondo yo ya lo intuía. Siempre tuve el déjà vu de que, en otra vida, había sido un miembro de la Comuna de París y en otra había luchado junto a Viriato. Ya llevo cuatro días muerto y mi alma se acaba de reencarnar tal y como me enseñó el lama Bodhidharma. Lo que no recuerdo que me dijera es que podría reencarnarme en cualquier ser vivo. Y aquí estoy, en la alameda, reencarnado en un frondoso árbol y con un samoyedo con su pata apoyada en mi tronco y meándome sin cortarse un pelo. No sé, tal vez me precipité y no debí dejar el cristianismo, que es  cierto que te mueres, que te entierran o te incineran y que ahí te quedas esperando al fin de los tiempos para resucitar pero que ningún perro acaba meándote, carajo.


El monologuista.



         Odiaba a su público. Lo odiaba visceralmente, lo despreciaba. Era una pandilla de borrachos incultos que se reía por contagio, sin entender realmente el trasfondo de su humor. Venían a su espectáculo, bebían, se reían, bebían, aplaudían y seguían bebiendo  y riendo porque, vaya usted a saber por qué, él era ahora el monologuista de moda y era casi imprescindible twittear su última gracia aunque no la entendieran, o mejor aún, hacerse un selfi con el escenario como fondo mientras él actuaba. Eran como hojas secas que el viento lleva de acá para allá sin voluntad propia. Ellos también seguían  o no a este o aquel según los gurús de las tendencias lo encumbraran o sumieran en el olvido. Por eso sentía hacia ellos ese profundo desprecio y ese asco que le revolvía las tripas cada vez que se subía a un escenario y veía sus enrojecidas caras hipócritas, medio borrachos, aplaudiendo sin que ni siquiera hubiera abierto aún la boca para hacer su primera gracia. En fin, hay que comer y ya era hora de empezar esta noche:

             -¡Buenas noches señoras y señores! Gracias por estar aquí. Son ustedes el mejor público que se pueda desear: los adoro. En realidad me recuerdan a mi suegra, ojalá que Dios la tenga pronto en su Gloria, cuando nos tropezamos en la mitad de la noche yendo al baño a orinar y me dice con su voz chillona aquello de: ¡no dejes el suelo lleno de gotitas, coño, apunta bien, que ya tienes edad! 

                 Adorable mujer...

El delantero.



                       Le daba igual que todos se rieran de él cada vez que decía que quería ser futbolista. No entendía por qué lo miraban de esa manera tan displicente cuando lo veían ir hacia el polideportivo vestido de corto y con el balón colgando de su red en el hombro. Tampoco entedió el desprecio que iba encerrado en el comentario del entrenador cuando, burlonamente, le dijo que su sitio en el equipo era el de utillero, no el de delantero, y que se sentara fuera del banquillo. No entendía nada porque cuando Manu se miraba en el espejo no veía diferencia entre él mismo y los otros niños de su edad que, cada domingo, vestían la equipación del club. Eran los otros, los que ya habían perdido la ilusión brilla en la mirada de los niños, los que lo veían solo como un gordito patizambo no muy despierto, los que lo veían como fruta estropeada, que o la apartas de la sana o acaba estropeándola.

La cortesía y el deseo.



               Cuando la miro daría lo que fuera por poder retroceder hasta el preciso instante en que nos conocimos y rectificar tantos errores, atreverme a decirle aquella verdad que siempre murió en mis labios antes de llegar a sus oídos aunque siempre supe que ella también lo supo desde el primer momento. Pero en vez de eso, pasábamos el tiempo hablando de si este o aquel amigo había envejecido mal o peor o de la última teoría conspiranóica  sobre si la Covid-19 fue diseñada en un laboratorio militar y se escapó por accidente o la soltaron para iniciar la tercera guerra mundial, esta vez, biológico-económica. En realidad quisiera poder parar el tiempo y quedarme para siempre mirando sus ojos tan brillantes, cambiantes de color según su humor; o su boca, con esos labios frescos y carnosos que cada vez que miro sueño besar. Pero sé que la cortesía exige que devíe la mirada y eso es lo que hago, para eso me educaron. Cuando nos vamos dejamos entre nosotros un nimbo de tensión sexual jamás resuelta y me prometo, como siempre, que la próxima vez mandaré a la mierda la cortesía y por una vez en la vida, aunque solo sea una vez, daré de lado a mi educación encorsetada entre normas estrictras y haré lo que me muero por hacer desde que la conocí y, de repente, yo, tan recto y gris,  normalmente tan calmo y sensato, dejaré de hablar de cosas que, en realidad dudo que a ninguno de los dos nos interesen de verdad, para besarla hasta que nos quedemos sin aire en los pulmones y ver qué pasa por fin si dejo que el deseo domine a la cortesía.

Drive, drive, damn.

 


                     Ya no sé cuándo perdí la noción del tiempo. No sé si hoy es martes o miércoles, quince o dieciséis. Creo que este coche es el noveno desde que salí, aunque puede que sea el décimo. Sí, más bien es el décimo. O no; no puedo recordar. Cada vez que se le acaba la gasolina al vehículo que conduzco lo dejo donde se quede y ando hasta encontrar otro con el que seguir mi camino. Digamos que lo tomo prestado y que lo libero algunos -bueno, muchos- kilómetros más lejos. Si al menos supiera hacia donde me dirijo para mí sería un gran alivio. Me miro en el retrovisor pero los ojos enrojecidos de dormir poco y mal, la cara demacrada de comer aún peor y la barba de, al menos, dos semanas no me ayudan mucho a despejar las dudas así que vuelvo a mirar fijamente la carretera como si, en realidad, tuviera claro el destino. Vaya, el coche está empezando a dar tirones. Poco a poco, se va parando. Otro más que se queda seco. Me irrita no saber cuántos van ya, pero la verdad es que, me molestan tantas cosas, que no creo que esta sea la más importante de todas ellas. Aunque si soy sincero tampoco estoy seguro de esto último. Solo estoy seguro de que debo seguir alejándome aunque no tenga ni idea de qué, de por qué, de dónde o de hacia dónde. Lo que tengo claro es que necesito ya otro vehículo. Cerca veo el cartel enorme, luminoso y feo de un Centro Comercial. En su parking seguro que habrá alguno discreto. Hacerle el puente es muy fácil para mí pero soy incapaz de recordar cómo o por qué sé hacerlo. Lo cierto es que vestido tal como voy: traje oscuro, camisa blanca y corbata seria, aunque ahora estén muy arrugados, no parezco ser un vulgar roba coches. Aunque no me importa en absoluto. Solo hay una cosa que me importa: seguir y alejarme. Y tampoco estoy seguro si en realidad me estoy alejando o lo que estoy haciendo es volver a casa. Pero necesito llegar ya a un lugar o a otro. ¿Pero qué día será hoy, por Dios? ¿Martes,  miércoles, quince, dieciséis? ¿Y este coche, es el número diez o ya es el once?

El Gentleman.



                       Claro que sabes lo que tienes que hacer y, por supuesto, sabes lo que esperan que hagas. Y sabes también que todos están observando tus acciones y reacciones, pero, qué hay de nuevo en ello. Sí, desde luego, sabes lo que se espera de ti; siempre has sido de los mejores. Venga, límpiate la cara. Nadie debe notar que lloraste. Los tipos como tú no lloran, ¿lo has olvidado? Ahora practica durante un rato antes de salir esa sonrisa de medio lado que te hace parecer un poco canalla y que hoy tiene que esconder, mejor que nunca, las ganas que tienes de morderte los labios, Nadie, nadie, debe notar absolutamente nada. Fuiste entrenado para eso, para ser casi un perfecto gentleman -porque el gentleman perfecto, como aprendiste con el tiempo, solo es un mito-, y un verdadero gentleman nunca jamás muestra dolor y solo demuestra amor en la intimidad. Hora de salir de esta ratonera. Compruebas si el chaleco antibalas se ajusta bien al pecho. Aunque ya es algo tarde y notas cómo la sangre, cálida, espesa, va empapando el algodón egipcio de tu camisa. Pero tú no mueves un solo músculo de la cara y aprietas más y más fuerte las cinchas del chaleco. Así: que duela. Solo se puede notar un dolor cada vez: el más fuerte de todos. Aprietas más aún. Ya no sabes si te cuesta respirar por lo apretado que lo llevas, por el dolor que te produce en la herida o por la sangre que sigue saliendo de ella. Lo que sabes es que pronto dejarás de sentir ningún dolor y al menos habrás muerto como te enseñaron: como un auténtico gentleman.

Código de Error: 789



                          Mi primera vez fue hace unos cuantos de años, padre, pero me acuerdo de todos y cada uno de los detalles. Lo primero que hice fue pedirle que se arrepintiera y que rezáramos juntos para que Dios perdonara su afrenta  pero se rio de mí en mi cara, padre, y lo que es peor, insinuó que yo también era un sodomita: mariquita frustrada me llamó. Lo golpeé. Lo hice una y otra vez hasta que le callé la irritante risita pero la simple visión de aquella abominación me ofendía y obedecí la palabra de Dios: "Si alguno se acuesta con varón como los que se acuestan con mujer es una abominación; ciertamente ha de morir." Lo dice el Levítico, padre, conozco la Biblia. Y eso hice: le abrí el vientre y saqué con mis manos sus tripas. Nunca pensé que fueran tan largas, ni que estuvieran tan calientes, Me asqueó un poco, pero sabía que estaba siguiendo la voluntad del Señor y eso me dio fuerzas para terminar. 

                  Luego, a lo largo de los años, siguieron algunos más. ¿Cuántos? Siete; no, ocho. Pero no crea que yo iba a buscarlos como el cazador que va en busca de su presa. Le juro que no era así. Era el maligno que me tentaba y hacía que se cruzaran en mi camino. Pero logré no caer en la abominación y, es más, intenté que se arrepintieran en vez de matarlos. Hasta creí que lo había conseguido con el último: nos arrodillamos, rezamos, lloró por su pecado. Se le notaba que el temor a Dios había entrado en su alma y lo dejé ir. Me equivoqué. Además de abominable en su pecar era mentiroso y no se arrepintió; solo fingía ante mí pero ha de saber que a Dios no puede engañarse y que pronto caerá sobre él su ira. Él detuvo mi misión al delatarme; él y la absurda ley de los hombres. Dígame, padre, ¿no debe ser la Ley de Dios la que prime sobre cualquier otra? Mi madre me lo repetía cada día mientras me disciplinaba. Y ahora resulta que soy yo quien va a ser castigado por los hombres por hacer cumplir la Ley divina. No, padre, no; no me arrepiento. ¿Cómo voy a arrepentirme de cumplir la voluntad de Dios? ¿Cómo me hace siquiera esa pregunta? Estoy orgulloso; como dice el Evangelio de Mateo: "Entonces os entregarán a la tribulación, os matarán, y seréis odiados en todas las Naciones por causa de mi nombre" No me importa, ¿sabe? No me importa que no me de su absolución. Dios está por encima de usted y sé que él me recatará del seol. ¿Me oye? ¡Él me rescatará del seol! Adelante,  corra, huya. Sí, huya como todos los otros, esos cobardes que predican su palabra y no cumple. ¡Ustedes, fariseos, son los sepulcros blanqueados llenos de podredumbre!

Mudo por no hablar.

 


                       Ya sé que me echas de menos, hijo, y yo a ti, te lo juro, pero cada vez me cuesta más sentarme a hablar de cosas que antes me parecían interesantes y que ahora, no sabría decirte el por qué, me parecen aburridas o estúpidas. Tal vez se deba a que la mayoría con los que antes pasaba las horas hablando ahora están al otro lado de la frontera y no en este. Y para hablar con ellos ya no necesito hablar. Cada hoja del calendario que cae se lleva con ella a un amigo querido, a una antigua amante, a un hermano, a un vecino. Es la siega inexorable que no entiende de meses ni estaciones, que no contempla si es primavera u otoño. Simplemente mueve sin parar su guadaña llevándose por delante a cualquiera, sin discriminar. Y a mí me deja cada vez más solo, más triste, más mudo. Porque, hablar para qué y, sobre todo, ¿con quién? Perdona hijo, sí, claro que estás tú. Pero compréndeme: tú has de vivir tu vida, no la vida de los muertos. No, querido, no te engañes; yo ya estoy muerto solo que aún no nos hemos dado cuenta. Mira, hoy es cinco, tal vez cuando caiga la hoja de este mes para dar paso a otro llegue mi turno y me toque irme a mí. Igual entonces, en el otro lado de la frontera, cuando me reencuentre con tus abuelos, mis amantes, mis hermanos, tal vez entonces, creo, me apetezca de nuevo hablar.

El letrado.

 


                    Mi padre me decía que estudiara, que consiguiera un buen trabajo, que me casara y tuviera una familia para que le diera nietos, que me hiciera, en resumen, un hombre de provecho. Yo quería ser futbolista, se me daba bien. Era un portero excelente y soñaba con defender la portería de un gran equipo o recoger el Zamora ante decenas de cámaras de prensa. Pero mi padre insistía en que me fijara en él y que me dejase de tonterías y fantasías. Mi padre era un hombre honrado, serio, cabal. Con su trabajo de administrativo para el Estado sacó adelante a una familia de seis hijos. ¿Cómo no iba a hacerle caso? Esta semana hace cinco años de su muerte; justo un mes después de mi Graduación en Derecho. Aunque suene cruel, no saben cómo me alegro de su muerte. No sé cómo hubiera encajado ver a su hijo abogado, serio, casado y con familia y cabal como él trabajar de machaca a media jornada en un despacho de los de Triana por menos de seiscientos euros al mes, esperando pacientemente cada jueves por la tarde en la fila de Cáritas para recoger una pequeña compra y poder dar de comer a sus dos nietos, aunque a estos nunca los conoció. Mi mujer no aguantó más esta mierda de vida -o tal vez mis continuas quejas, no sé- y se fue. No la culpo. Si no fuera tan como mi padre probablemente lo hubiera hecho yo antes que ella. Mientras preparo algo para que los niños cenen sigo soñando despierto con el portero que pude haber sido y con ese trofeo Zamora que ya sé que jamás acariciaré entre mis manos.

Una historia de amor.



                        A sus cuarenta y cinco años seguía teniendo el mismo cuerpo breve y duro que cuando cumplió los veinte. Tenía cierto aire aniñado. Tal vez fuera por la mirada traviesa, casi provocativa o puede que fuera porque era imposible no quedarte enganchado de su sonrisa o quizá fuese el tono de su voz, que era como la primera copa de la noche: te desinhibía mientras notabas como, poco a poco, su calor recorría tu cuerpo. Así era ella. Él, sin embargo, iba a cumplir cincuenta años y en su cuerpo se notaban todos y cada uno de ellos. Solo desentonaba su mirada. Era como si tuviera el poder de traspasarte, de averiguar eso, precisamente eso, que no querías que se supiera, Era una mirada cautivadora y viva  y él parecía tener el poder de modular su intensidad según su interés. A veces parecía la mirada ingenua de un niño y otras estaba cargada de fuerza y picardía. Era casi imposible no caer en sus redes. Y ella cayó. Bueno, seamos justos: cayeron ambos. Se enamoraron apenas se vieron. De cien veces yo no hubiera apostado ni una sola por ese amor. Porque sin duda fue amor. Los conozco a los dos desde hace años y sé lo que me digo. Fue amor del bueno, del pasional, del adolescente, aunque tuvieran ya esta edad, del que cuando ves al otro se te encoge el estómago y no puedes evitar que tus manos vayan hacia las del otro para acariciarlas, para apretarlas y tratar de fundirlas en una sola. Ella tenía ese efecto sobre los hombres y él, a pesar de los años  vividos, de la experiencia y de estar de vuelta de todo, cayó como un pardillo. Yo hablé con él, en serio, lo hice. le expliqué el tremendo error que cometía enamorándose a esa edad, en este momento de su vida y, sobre todo, de esa mujer. Pero tiran más dos tetas que cien razones, y las de ella estaban increíblemente bien puestas, con esos pezones rugosos y oscuros que se empitonan apenas se excita. No quiso escucharme. Por eso lo maté. Para los demás fue un triste accidente, un mareo mientras trataba de abrir la ventana de su despacho. Demasiados ansiolíticos y demasiado alcohol, dijo el forense. Pobre, pero no podía dejar que me ganara por la mano su amor. Fue lógico que ella se acercara aún más a mí. Al fin y al cabo, los tres nos conocíamos desde hacía muchos, muchos años. Incluso entramos en la Administración al mismo tiempo. Éramos inseparables. Lo demás no tiene secreto: una caricia que se extiende un poco más de lo habitual, un cruce de miradas que se mantiene como un duelo de espadas demasiado tiempo y, como por accidente, ese beso que, en vez de la mejilla acaba en los labios, para que nuestros dos cuerpos acabaran enredados, desnudos y empapados de sudor y sexo, exhaustos, temblorosos, satisfechos y con ganas de volver a empezar el juego. Ahora somos pareja. Al principio los compañeros del trabajo se extrañaron, no solo porque no hacía tanto del "accidente" de él sino porque fuera yo quien llegara con ella de la mano al trabajo. Pero a ninguna de las dos nos importa. Por fin logré que comprendiera que solo una mujer sabría sacar todo el placer que se escondía en su cuerpo, breve, sí, pero intenso, y a la vez, hacerla vibrar cuando la acarician como si en vez de carne y hueso fuera de níquel, como la cuerda de una buena Fender Stratocaster.

   

La foto.

 


                   Cuando mi padre compró la casa la foto de la entrada ya estaba allí. Mi padre la compró tal como la tenía el antiguo propietario y esa fue la única foto de todas las que había que quiso conservar. Mis hermanos y yo crecimos viéndola cada vez que entrábamos o salíamos de casa al colegio, luego a la universidad y, por último, al trabajo. De tanto verla ya ni la mirábamos. Era la fotografía de una playa en invierno. Junto a una barca tumbada en la arena, una pareja, abrazados y abrigados, miraba sonriendo hacia el objetivo de la cámara. Era una foto sencilla, en blanco y negro, sin nada especial que destacara en ella pero a mi padre, por alguna extraña razón, le gustó tanto que la mantuvo siempre allí. Hace una semana enterramos a mi padre. Primero murió mi madre pero el viejo aguantó casi diez años más. Hoy, al abrir el testamento y después de hablarlo entre todos los herederos, decidimos poner en venta la casa. Sin duda cuando mi padre la compró en su momento era una casa moderna en un barrio agradable pero, cuarenta años después, la casa y el barrio habían sufrido el paso del tiempo de una manera demasiado cruel. Además, todos teníamos nuestras propias viviendas y nadie quería hacerse cargo de las reformas que necesitaba aquella. Me tocó a mí ir a poner el cartel de "SE VENDE" y a revisar que todo estuviera en orden. Tal vez por eso, después de tantos años pasando a su lado sin mirarla, hoy he vuelto a fijarme en la foto de la entrada. Fue un flechazo: no pude evitarlo y me la llevé. Y aquí estamos ahora, ella encima de la repisa y yo sentado en mi butacón, mirándonos en silencio. A mis hijos les he dicho que es la foto de unos tíos míos que murieron en viaje de novios en la Rivera Maya. Es mentira, lo sé. Pero después de tantos años en la entrada de casa pensé que se merecía algo más que un burdo no sé ante las preguntas sobre ellos. Mi mujer está como loca con la foto. Anda diciendo que ahora entiende que nunca me hubiera encontrado parecido con mis padres y que era clavadito a mi tío Ramón. Así bauticé al señor de la foto. Tanto insiste que hasta yo le estoy empezando a encontrar cierto parecido a mi hijo Alberto con él. Dicen que después de convivir durante muchos años los perros y sus dueños acaban pareciéndose. Estoy convencido de que las fotos anónimas y los habitantes de las casas donde están, también. ¿No opinas lo mismo, tío Ramón?

21 de marzo.

 


                      Dentro de poco hará un año, amor. Nos costó, pero al final nos decidimos. Llevábamos juntos desde la universidad. Cómo no iba a fijarme en esa casi niña, casi mujer, flacucha, de ropa extravagante y que escondía su miedo a lo nuevo detrás de una mirada desafiante. Tenías algo que despertó en mí ternura y deseo al mismo tiempo. Tú empezabas derecho ese año, yo repetía tercero de ingeniería y nos veíamos en esa tierra de nadie que es la cafetería. Acabamos las carreras el mismo año y lo celebramos oficializando nuestro noviazgo. Nos fuimos a Roma. No sé qué le veías a esa ciudad, pero estabas enamorada de ella más incluso que de mí. Yo encontré trabajo antes que tú; es lo que tienen las ingenierías, que son un peñazo, pero que encuentras curro rápido. Tú estuviste de esclava, perdón, perdón, vale, de becaria en un despacho de los buenos, de esos en los que los apellidos de los socios llevan guiones en medio y tienen un anagrama que, solo con mirarlo, ya sabes que te van a crujir con los honorarios. ¿Ves, ya no digo en la factura? Aprendí por fin a decir minuta y honorarios. Si te soy sincero no sé quién de los dos sacó el tema de la boda. Seguramente fui yo. Tú eras más lolailo. Vale, te preocupaban menos los convencionalismos, ¿mejor así? La fecha sí que la decidí yo; 21 de marzo, sábado, justo el día que empezaba la primavera. Siempre tuve claro que el viaje de novios debía hacerse en primavera. 21 de marzo de 2020. Recorro una y otra vez la fecha y tu nombre grabados en la lápida que cubre esta tumba vacía y me pregunto si, tal vez debí haberte hecho caso y debimos casarnos en las vacaciones de Navidad. Es cierto que hubiera hecho frío y yo soy muy friolero, que los viajes son más caros y que las ciudades, en invierno, tienen esa luz que a mí me pone melancólico y malhumorado, pero tal vez así no hubieras tenido que ir en enero a ese puñetero curso de formación de tu empresa en Madrid y quizá, solo quizá, no te hubieras contagiado de la Covid-19 y no hubieras muerto sola en una ciudad que, tanto tú como yo, odiábamos. 

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