Roscas.

 


                               Aquel fue el verano en que Lola lo dejó y Paco se envició con las roscas. Las comía continuamente, compulsivamente, con un apetito ansioso que jamás se saciaba. Aquel fue también el verano que se rompió la pierna derecha por tres lados en un accidente de moto una noche de borrachera con los colegas, que querían sacarlo por ahí para que olvidara a Lola. Verano, cuarto piso sin ascensor, con la pierna rota y encerrado en casa: así fue como se envició con las roscas y con el cine clásico de terror. También devoraba aquellas viejas películas en blanco y negro que veía como hipnotizado en una plataforma de cine de pago. Así junio, julio, agosto, septiembre. Y llegó octubre, su pierna ya era capaz de sostener su peso, de andar casi normalmente y las roscas, la escayola, los maratones de cine y Lola quedaron encerrados en el mismo cajón de la memoria durante años. Justo hasta ayer. Ayer le dijeron que, en realidad, Lola siempre quiso volver con él, que se fue por una perreta pero que él había sido siempre su gran amor. Que su marido la pilló escribiéndole una carta las navidades del año de la pierna rota y él, para no ser menos, le rompió la cara a hostias. Y debió de cogerle el gusto porque si estaba muy callada le daba una zurra y si hablaba más de la cuenta -según él- le daba otra. Hasta ayer. Ayer Lola amaneció dormida, muy dormida; tanto que ni la policía ni el juez lograron despertarla. Paco canceló toda su agenda, se encerró en casa y, sentado frente al televisor, empezó a comer roscas y ver, de nuevo las viejas películas de terror que vio aquel verano. Lloraba en silencio. Lloraba a mares. No sabría decir si porque la pierna, de repente, le había empezado a doler de nuevo o porque esta vez Lola lo había dejado para siempre.

El espectador.

 


                           A veces la nostalgia dejaba de ser ese camino trillado, ese sofá cómodo que a fuerza de sentarse en él había dejado su huella y el trasero le encajaba perfectamente y se convertía en una senda tortuosa y oscura que debía recorrer con el continuo temor de tropezar a cada paso. Era como meterse en un zarzal una noche sin luna; en cada error del camino dejaba un trozo de disfraz o un jirón de piel hasta que, perdido en mitad de un laberinto de tristeza del que no sabía si podía o sabía salir y que, mientras más tiempo pasaba en él menos quería hacerlo. La única medicina válida para esa tristeza era huir. Huir. ¿Pero cómo, de quién? ¿Huir de qué y a dónde? Sentado en mitad del laberinto se preguntaba hasta la obsesión dónde encontraría ese aire que no estuviera viciado por recuerdos; ese lugar, físico o mental, que no estuviera plagado por imágenes de historias pasadas, tal vez reales, tal vez inventadas, pero que ante la realidad palpable e hiriente de su presente, un presente odioso y odiado, esos recuerdos, reales o no, necesariamente eran para él la tabla a la que un náufrago se aferraba desesperadamente en medio del océano. Era irónico: él, que siempre quiso ser protagonista de su vida jamás logró pasar de ser espectador de la vida de los demás. Un mero comparsa de relleno, un figurante que permanecía sentado medio en sombras en la última mesa mientras que el centro del escenario, la luz de los focos y la mirada atenta del respetable era para don Juan Tenorio y don Luis Mejías retándose por conseguir los favores de doña Inés. Tanto tiempo sentado atrás, tanto tiempo siendo solo un espectador de vidas ajenas que ahora que quería protagonizar la suya no podía: simplemente había olvidado cómo hacerlo.

Locura de amor.

 


                                    Estaba completamente seguro de que tenía mujer y un hijo, Sara y Ezequiel, de que se había casado en una pequeña ermita perdida entre montañas y que de viaje de novios habían ido al mar para que Sara lo viera por primera vez. Estaba muy seguro, pero por más que revolvía la casa de arriba a abajo no encontraba nada que apoyara su creencia. A pesar de ello, él seguía absolutamente convencido de que aquello era así, por eso un sábado acudió a denunciar su desaparición. Y cuando la policía le dijo que, según todos los archivos, él jamás había estado casado, denunció a la policía ante el juez, y a este ante la prensa cuando su señoría, ante las pruebas e indicios, dio por acertada la versión de la policía. Por las noches daba vueltas y vueltas en el salón de su casa, con la luz apagada y mascullando entre dientes palabras ininteligibles. Estaba seguro de que había una mano negra conspirando contra él y su ira adquiría niveles violentos cuando algún tertuliano televisivo resaltaba que, no solo no había pruebas físicas de la existencia de su supuesta familia sino que, de las que sí había, era de su paso por diferentes centros de salud mental. ¿Qué sabrían ellos? Le gritaba furioso a la tele. ¡Pues claro que había estado en un hospital mental! ¿Qué mejor prueba que esa necesitaban? Allí fue donde conoció a Sara. Se enamoraron enseguida y se escaparon juntos una noche en verano para que la llevara a ver el mar. Sara estuvo un buen rato callada mirándolo y luego le dijo que era como el estanque del tío Alberto, en el pueblo, pero sin un muro cochambroso que lo rodeara. Entonces fue cuando le dijo que estaba embarazada de él y que quería llamar Ezequiel al niño. Ni se planteó que fuera niña; dijo que eso una madre lo sabía. Fue allí, en aquella cala, donde se metieron los dos desnudos, riendo y gritando en el mar y aunque él estuvo días sentado en la orilla hasta que unos pescadores llamaron al médico, no vio ni cuándo ni por dónde salió Sara con Ezequiel. Tres años hace ya y cada vez que le dan el alta y comienza a buscarlos otra vez, un nuevo recuerdo se va difuminando. Por eso por las noches tiene miedo de quedarse dormido por si al despertar fuera el recuerdo de su cara el que se hubiera ido definitivamente con el sueño.

Calcetines deshilachados.

 


                                  Nadie salvo el director conocía su verdadero nombre. En el periódico firmaba sus viñetas como "la dalia negra". Era un verdadero genio haciendo un humor ácido y sin complejos sobre cualquier tema de actualidad. De hecho, había quien decía que sus viñetas eran verdaderos editoriales sin necesidad de sesudas palabras. Los lectores lo adoraban y, poco a poco, su sección se convirtió en la más visitada de la edición digital hasta que una mañana de diciembre su viñeta no llegó a tiempo. Bueno, en realidad, no llegó y punto. Fue el día en que, cuando al llegar a casa y al abrir el armario para dejar su abrigo, no vio en él la ropa de Verónica y en la cómoda solo quedaban sus calcetines, tristes, negros, que  echaban de menos a los pinkies de colores de Vero. Mirándolos notó que sus bordes empezaban a deshilacharse. Sentado en la cama, dándole vueltas a la alianza de acero en su dedo, pensó que así se sentía él sin ella: como un calcetín viejo y deshilachado. Poco a poco sus viñetas dejaron de tener esa chispa y esa frescura para el lector y fue sustituido por un dibujante más joven, más ambicioso, más ávido de gloria, que firmaba con su propio nombre. El director, no sé si por amistad o porque hubo una vez en la que él también se sintió como un calcetín viejo y deshilachado, agarrado al gollete de una botella de whisky para no caerse del mundo, en vez de despedirlo le encargó la sección de necrológicas. Nunca, nadie, escribió unos obituarios con más entrega. Los lectores empezaron a comentar que más que a la tristeza, leerlos, movía a una cierta ternura, que en vez de esquelas parecían poemas llenos de dolor por el amor y la vida perdidos. Ahora la sección de necrológicas es la más visitada del periódico y el chico nuevo de las viñetas lo mira con un nada disimulado rencor cada mañana en las reuniones de la plantilla, mascullando entre dientes un ojalá pronto sea yo quien se encargue de redactar tu esquela, desgraciado.

Majada Grava.



                                    El sargento se dejó caer en su silla con un suspiro mientras se aflojaba el botón del cuello de la camisa y se limpiaba el sudor que corría generoso por su cara. Miró con resignación al cabo que permanecía de pie y le invitó a sentarse. A a ver, Ramírez, que no vas a crecer más, coño. Al menos no de alto, que menuda tripa estás echando, cabrón. Venga, siéntate de una vez y lee las declaraciones de los vecinos del pobre infeliz. El pobre infeliz era Juan Maldonado, soltero, de sesenta y cinco años, recién jubilado y que había comprado hace un año una casita en Majada Grava, una pedanía de apenas ochenta y siete habitantes, para dedicarse a escribir una novela sobre los rencores y el amor en un pueblo de la cumbre serrana. ¡Manda huevos! Otro Aldecoa. Ramírez se quedó mirando pasmado al sargento después de este comentario, no por la interrupción, sino porque este conociera a Ignacio Aldecoa. ¡Venga, cooooño! ¿Es que tengo que pasar yo las hojas del cuaderno, Ramírez? El cabo siguió con la declaración. Que el 24 de los presentes don Juan Maldonado apareció en el barranco conocido como del tío Melencio lleno de golpes y sin vida. Que según la inspección ocular ayudados por el médico de la comarca la muerte se produjo por politraumatismos varios que pudieran haber sido producidos por piedras, palos, hierros o patadas, no encontrándose en los alrededores nada que se ajustase con las heridas mortales. Que interrogados los vecinos más cercanos, todos coinciden con que el fallecido era un muy buen vecino, amable y educado, que saludaba a todos y que con todos hablaba. Que revisadas las declaraciones de los cuatro vecinos de su calle, todas coinciden prácticamente al punto y coma entre sí con lo antes mencionado. Y eso es todo, mi sargento, dijo el cabo cerrando el block.
                                    ¿Eso es todo, Ramírez? ¿Eso es todo? A ver, cabo, ¿usted de dónde es? Ya, Lugo, pero de la capital o de algún pueblo. Pues ahí lo tiene: de la capital. Yo, sin embargo, nací y crecí en un pequeño pueblecito de León: Villaselán, de apenas doscientos habitantes dispersos en cinco o seis barrios diseminados. Allí, Ramírez, los rencores se heredaban con la tierra y si tu familia no se hablaba con la de enfrente no preguntabas por qué probablemente porque tampoco nadie, ni en tu familia ni en la de ellos, hubiera alguien que lo supiera. Lo cierto es que entre, por ejemplo, los Canelos y los Pintaos existe una disputa que, seguramente, se remonta a principios del SXX si no antes. Y esta pedanía, Majada Grava, no es diferente. Ochenta y siete vecinos que llevan toda la vida en la pedanía. Todos menos uno: Juan Maldonado, que viene de la ciudad, no conoce las reglas del lugar y, lo que es peor, nadie se molesta en explicárselas, así que el buen hombre habla con todos y trata de ser amable con todos. ¿Entiendes, Ramírez? Con tooodos, sin darse cuenta de que eso es como meterse desarmado y sin chaleco antibalas en medio de un fuego cruzado. A ver, ¿Cuántos tipos de heridas dice el médico que presenta el cuerpo? Exacto: piedras, palos, hierros y o patadas, dadas probablemente con una bota de puntera reforzada. ¿Y cuántos vecinos hay en su calle? Exacto de nuevo: cuatro. ¿Pero a dónde vas, alma de cántaro? ¿Y bajo qué cargos los vas a detener? ¿Con qué pruebas? Esta es la vida real, no las series de televisión que tanto te gustan, Verás: el palo ya ardió en alguna chimenea, la piedra ya será gravilla, el hierro estará  fundido para hacer alguna reja de arado y la bota, coño, Ramírez, si hasta yo tengo una de esas botas y el que fuera no le pisó sino que le pateó. Olvídate. Cierra el expediente y pon muerte accidental por caída en barranco. No, no pongas esa cara. Claro que no es una orden, pero supongo que querrás ascender en el cuerpo, llegar a la UDICO y no ser toda tu puta vida un simple guardia de puesto como yo, ¿no¿ Vale, comandante de puesto en un puesto donde dios no va ni castigado, Pues entonces, sé un poco listo y hazme caso, que a esos ya los iremos pillando por alguna otra cosa y entonces le apretaremos las clavijas. Pero ya te digo yo que este asesinato queda impune como el de Kennedy. ¿O tú de verdad te crees que a ese lo mató Lee Oswald? Venga, que te toca invitarme a unas cañas, que aquí las lecciones no son gratis. ¡Y ponte de pie cuando te hable un superior, carajo! Así estás echando esa tripa, cabrón.

Clarita y Sartre.

 


                           Yo una vez tuve una novia, un perro que se llamaba Sartre y hasta estuve a punto de ser funcionario pero nunca pude con la oposición, ¿sabe usted?, por eso estoy aquí. ¿Sartre? Sí, mucha gente se extrañaba también pero es que era un perro muy sabio y tranquilo que siempre te miraba como si estuviera meditando sobre las cosas que veía o que yo le decía. Porque Sartre entendía todo lo que le decía, de eso no le quepa duda, y te respondía con la mirada. Jamás vi una mirada así, ni en animal ni en humano. Mi Sartre: ¡cómo lo echo de menos! No se imagina lo solitaria y dura que llega a ser la vida sin un amigo como él. ¿Novia? Sí, ya le dije que tuve una formal: Clara, bueno, yo la llamaba Clarita, pero lo nuestro no cuajó. En realidad era imposible que cuajara, ¿sabe usted? Ella quería casarse con un funcionario y yo nunca pasé las oposiciones. ¿Y qué quiere qué le diga? Supongo que me despistaban tantos libros, tantos conceptos insulsos, tantas leyes... no sé. A mí lo que desde siempre lo que me ha gustado es ver cómo se mueven las estrellas cuando es noche cerrada, mirar pasar a la gente, andando como hormiguitas, de acá para allá y tratar de comprender por qué las cosas son como son. ¿Ve usted? Para eso Sartre era único. Nos sentábamos juntos en una ladera a la entrada de la ciudad y yo le iba contando mis ideas, no sé, lo que estuviera pensando en ese momento, y él me respondía con esa mirada profunda y llena de comprensión que a mí me llenaba de tranquilidad. Sartre tenía una sabiduría sobre la vida que ni yo ni usted, y perdón por ser así de sincero, jamás tendremos. Dígame, ¿Cómo iba a cambiar esa vida por la de un triste puesto de funcionario en algún triste y gris ministerio, esclavo de un horario de 8 a 3 y prisionero de la tristeza y la apatía el resto de mi vida por mucha seguridad económica que tuviera el empleo, como siempre decía Clarita? Por eso estoy aquí y yo sé que usted, doctor, me comprende, porque aunque no es Sartre ni tiene su mirada, es verdad que sonríe como él. Y eso me reconforta. Seguro que es usted un buen loquero. 

Tirar la toalla.



                                 No tires la toalla. No sabes cuántas veces habrás sido tú el que ha dicho esas palabras a alguien que estuviera tan hundido como lo estás en estos momentos. No tires la toalla. Desde más allá de las cuerdas del ring es fácil gritar consejos de ese estilo. Lo difícil es estar encima de la lona, entre estas doce cuerdas, empapándolo todo con el sudor y la sangre que caen de tu cuerpo cada vez que te mueves, cada vez que tratas de respirar, cada vez que tratas de adivinar de dónde vendrá el próximo golpe y si ese será, por fin, el definitivo, mientras en el lado no iluminado del cuadrilátero siguen gritándote que tú puedes, que sigas adelante, que no tires la toalla. Bajo tus pies el mar brama y golpea la base del bufadero haciendo salpicar las olas hasta donde tú estás, Estás empapado de agua salada pero no te mueves. Sueles ir a ese bufadero cuando necesitas averiguar si aún puedes continuar un asalto más aunque acabe contigo tumbado en la lona mojada de tu sudor, sangre y babas o si esta vez el castigo es demasiado fuerte y acabarás tirando la toalla a pesar de los gritos que te dicen que no lo hagas. Los mismos gritos que tú antes dabas a otros. Vaya, esta ola sí que vino con fuerza. Hizo temblar la peña entera y lo que te mojó no fueron unas gotas, pocas o muchas, sino un buen chaparrón. Como si el mar, negro a esta hora cercana al amanecer, coronado de espuma, quisiera llamarte. Sabes que solo hay un paso. Que si das un paso no tienes que tirarte, que el propio mar, en el siguiente embate, te arrastrará sin dudarlo. Lo has visto con otros a los que tú, desde una distancia segura, gritaste que no tiraran la toalla. Un paso, una ola y luego, como en un truco de magia, nada. Va a amanecer. Ves cómo el sol empieza a colorear el mar y de repente el cansancio es mayor que cualquier otra cosa en tu vida así que das un paso pero lo das hacia atrás, hacia el siguiente golpe, hacia el siguiente grito que te aconseje que no tires la toalla.

El ángel caído.

 


                         Su padre le decía que reírse era de idiotas, que si no lo creía, que se fijara en Jesucristo. Le retaba a que encontrara un solo pasaje en los Evangelios, uno solo, anda, en el que se recoja algún momento donde nuestro Señor estuviera riendo. No encontrarás ninguno, afirmaba con rotundidad al tiempo que se santiguaba tres veces. Ninguno, repetía. Reírse era casi un acto de rebeldía ante Dios tan grave como el que tuvo Lucifer, el ángel caído. Quién sabe si no había caído precisamente por eso mismo, por reírse delante de Dios como si en vez de su ángel favorito fuera un payaso, decía masticando y escupiendo después esa palabra: payaso. Sin embargo, hijo, en los Evangelios encontrarás muchos pasajes donde se le veía llorando porque el dolor y las lágrimas lavaban las culpas, las propias y las ajenas, decía mientras terminaba de sacarse del pantalón su cinto de cuero marrón, ancho, curtido, con una gran hebilla de bronce, que le servía de herramienta eficaz para castigarlo cuando había hecho cualquier travesura - ya fuera esta real o imaginada por su necesidad de que el dolor de otro lavara sus pecados - o cuando llegaba cabreado por algo y se empeñaba en disciplinarlo para hacer de él un hombre serio y respetable y salvar de paso su alma. Cada tarde mientras se pintaba la cara de blanco luminoso con una enorme sonrisa roja y se vestía con el estrafalario traje de retales de mil colores recordaba las palabras de su padre y su cara congestionada azotándole furibundo mientras repetía y aseguraba con cada golpe que, algún día, cuando fuera un hombre de provecho y recordara este momento, se lo agradecería. Cada cicatriz de aquella enorme hebilla de bronce en su espalda, su culo y sus muslos acabó siendo para él una motivación para decidirse a ser lo que más odiaba su padre: un payaso, el mejor de todos, y para hacer reír hasta el dolor de tripa a los niños apenas aparecía en la pista del circo fingiendo -a veces- llorar a voz en grito mientras arrastraba un peluche pringoso y destartalado. Los niños eran felices en los diez minutos de su actuación. Estaba seguro de ello. Lo notaba en cada cicatriz de su cuerpo. Tal vez hasta habría logrado que se riera ese Dios tan serio y triste al que su padre invocaba mientras lo deslomaba a diario con su cinturón de cuero marrón.

Vaho.




                          Lleva ya un buen rato observando la calle apoyado en el quicio de la puerta del balcón como hace desde que tiene memoria cada vez que ha de tomar una decisión importante. Fuera hace uno de esos días soleados y fríos que ha caracterizado el final de esta primavera. De vez en cuando limpia con la mano el vaho que se forma al respirar tan cerca del cristal. El vaho. Sus sueños eran algo así como ese vaho, algo efímero que o se borraba de una simple pasada o que, en el mejor de los casos, iban desapareciendo poco a poco con el paso del tiempo. Pero el resultado final era el mismo: un cristal empañado y apenas un rastro borroso de lo que fue una fantasía. Ahora ya era demasiado mayor para jugar a los sueños y las ilusiones. Sobre todo porque sus sueños estaban poblados de pesadillas. Mañana le tocaba la última cita con el psicólogo. No era un mal tipo, pero era demasiado joven para saber de la vida. Se refería a la vida real, no a la que se aprende en los libros de texto. Una cosa era dominar la teoría y otra muy distinta manejarse en la práctica. No, no era mal tipo y hasta le caía bien. O menos mal que el resto de loqueros que habían intentado hurgar en sus recuerdos, pero este aún no había aprendido a descubrir a un mentiroso. Al menos a uno bueno, a uno excepcional, a uno de su nivel. Mañana le preguntará cómo cree que será su vida después de la terapia. Si fuera sincero tendría que decirle que será como el vaho en el cristal del balcón: corta y borrosa. Pero claro, esa no es la respuesta correcta para un suicida después de una terapia exitosa, ¿verdad? No, mejor le dirá que ilusionante y con ganas de hacer cosas nuevas mientras sonríe con todas sus ganas. Mentir, para él, era mucho más fácil que vivir.

Vintage.

 


                                  Nadie le había explicado que para llegar a ser vintage y estar nuevamente de moda antes había que pasar por el momento de la simple y cutre vejez, con sus achaques y manías, y ahora se siente estafado por la vida. Solo que la vida no tiene hojas de reclamación a disposición de nadie ni encargado a quien quejarse. Mientras, sigue yendo por ahí, por los bares de moda, por las terrazas más visitadas, por los restaurantes más recomendados, vestido con la ropa que llevaría un joven que quisiera parecer alguien de los sesenta. Pero a él, que ya no era joven ni llegaba aún a ser vintage, todos lo miraban como a un viejo tacaño y hortera que vestía la misma ropa que compró cuando estuvo de moda, cuarenta años atrás. Los años de la pubertad se le habían hecho interminables, pero estos, para pasar de viejo a vintage le resultaban eternos, pensó entre triste y resignado mientras pedía su Cinzano de siempre -con una rodajita de naranja y dos hielos, por favor- a un camarero que lo atendía con toda la burla del mundo en la mirada y una media sonrisa imposible de disimular.

El invisible.

 


                         Eran cuatro en la mesa y entre los cuatro ninguno bajaba de los setenta. Hablaban alzando la voz más de lo preciso y mirando de reojo, como disimulando la mirada, a los que estaban sentados cerca de ellos. Sentí una extraña mezcla entre enojo y pena al verlos. Eran cuatro y parecían competir sobre quién inventaba la mentira más creíble sobre sus éxitos pasados o la más increíble sobre los actuales. Yo los veía a diario aunque ellos nunca se fijaron en mí. Es normal. Nadie se fija en los carteros, los controladores del parquímetro o los barrenderos. Somos perfectamente invisibles. Eran cuatro, pero uno cometió un día un gran error: me miró directamente a los ojos Nunca debió de hacerlo. No me gusta que me miren a los ojos, por eso llevo la gorra calada hasta las cejas y con la visera echada hacia adelante, pero ese día hacía mucho calor y la mascarilla no ayudaba precisamente a sobrellevarlo. Yo me alcé la visera justo cuando él, presumiendo gallito sobre alguna de sus anécdotas falsas, también alzó la cabeza para echarse un trago de su chinchón y me miró directamente a los ojos; y ahí se decidió todo. Lo notó de inmediato. Lo sé porque se atragantó con la bebida y cuando cogió respiro trató de explicarle a los demás lo que había pasado señalando hacia donde yo estaba. Solo que yo ya no estaba. Al menos no allí. Eran cuatro en aquella mesa y los tres que quedaron se pasan ahora las mañanas contando historias del pobre Alfredo y de cómo se había mareado para caerse delante de la 13 cuando esta iba a toda velocidad por la Avenida Marítima. Cada día, a las doce en punto, piden un chinchón y brindan por él. Es enternecedor. Hasta a mí me dan ganas de brindar por él, pero claro, si bridara por todos los que dejaron de molestarme de una vez por todas, andaría todo el día borracho.

Cosas de cementerios.

 



                           Era una tarde de octubre, llovía y hacía ese frío húmedo del otoño canario. Eran los únicos que estaban en el Cementerio de Las Palmas. Él dibujaba panteones con sus lápices y carboncillos como trabajo fin de carrera haciendo hincapié en las características que los hacían obras de arte. Ella, sin embargo, había venido a visitar la tumba de su padre. Lo hacía cada aniversario: iba y pasaba la tarde allí, contándole cómo había ido ese año y, sobre todo, lo mucho que seguía echándole de menos. Esa tarde estaba más triste que otras veces. Tal vez fuera la lluvia, tal vez la soledad del lugar, que le recordaba demasiado a la de su casa. Él se sentó en el banco junto a ella y comentó lo bonito que estaba el cementerio, lo limpio y cuidado que lucía. Es extraño, pero nadie rechaza una conversación en un cementerio. Es como si necesitáramos reafirmar ante nosotros mismos que seguimos vivos, que no somos unas ánimas en pena que vagamos por ahí. Luego hablaron del tiempo que hacía, de lo cerca que parecía estar el invierno, de lo literario de algunos epitafios y hasta dieron juntos un paseo por los pasillos más antiguos. Cuando se despidieron al sonar la campana que avisaba del cierre de las puertas, él ya se había enamorado de ella hasta los huesos y ella había dejado su tristeza prendida de la esquina de alguna lápida. Cosas que solo pasan en ese viejo cementerio.

Rafita.

 


                               Los médicos no paraban de decírmelo: Rafita, cuídate. Mira que toda tu familia ha muerto por problemas cardiacos, no te dejes ir, tío. Y yo no me dejaba ir. Eso sí, dejé de comer carnes rojas, alimentos fritos, salados, grasos, dulces procesados, en fin, todo lo que hace la vida más agradable. Luego vinieron los paseos por el barrio después de comer. Después me lo tomé más en serio y empecé a correr distancias cortas. Bueno, igual lo de correr es algo pretencioso y aquello era más bien un trote borreguero pero al menos era algo, ¿no? Pero no para los médicos: Rafita, Rafita, que hay que cuidarse, hombre. Que ese corazón cualquier día nos da un susto. ¿O ya te has olvidado de que tus padres, tus abuelos y tu tío Fran murieron de infarto? Pero cómo coño iba a  poder olvidarme, si a cada dos por tres me lo repetían machaconamente. Y yo ya no sabía qué más hacer. El tabaco hacía años que lo había dejado; ni una calada en una boda, de verdad. Del whiskey o el ron ya ni recuerdo del sabor. De hecho, no creo que hoy pudiera echarme una copa sin sentir arcadas. Pero ellos seguían con la misma cantinela: Rafa, o se cuida o infarto seguro. Hasta hoy. 

                                 Hoy encontré la solución definitiva a mi problema. A partir de hoy no volveré a escuchar la puñetera frase toca huevos. Ayer me dijeron que una de las causas en las que nadie cae y que más influyen en los problemas cardiacos eran las caries no cuidadas y de repente vi la luz: ¡A eso se referían los médicos tan cansinamente con lo de cuidarme! Pues bien, ya nunca más podrán decírmelo, pensé sonriendo mientras miraba el tarro de cristal donde había puesto todos los dientes que que me había arrancado con el alicate rojo. Elegí ese porque pensé que así la sangre se notaría mucho menos pero no, me equivoqué. Había mucha sangre, sangre por todos los lados y me dolía terriblemente la boca. Traté de mantener la sonrisa pese a que los labios, hinchados y magullados, la convertía en una mueca tétrica. Pero quería que los médicos que vendrían en la ambulancia supieran que, aunque me había costado, por fin los había entendido, que ya nunca más me tendría que preocupar por morir de un infarto. Yo seré el primero en la familia en morir desangrado y eso era una gran noticia porque hasta donde yo sabía aquello no era hereditario. En realidad, pensé mientras trataba de no desvanecerme para siempre, acababa de romper el maleficio familiar y mis herederos ya no tendrían que oír, una y otra vez, aquello de: amigo, cuídese, recuerde que todos sus familiares han muerto de infarto. No, yo no, yo no... Apenas pude murmurarle eso a los médicos que se bajaron corriendo de la ambulancia mientras trataba de esbozarles una sonrisa imposible. Espero que ellos no tarden tanto como yo en entender la clave del acertijo y se lo expliquen mejor a mis sobrinos, carajo,

Zapatos de gamuza azul.

 


La tienda estaba de camino hacia su lugar de trabajo y le resultaba imposible evitar pararse ante su escaparate cada mañana. El sol de primera hora cegaba al reverberar en el cristal recién limpio, pero él solo tenía ojos para el mocasín azul de piel de gamuza que se alzaba en su trípode. Siempre se decía lo mismo: ese zapato me iría como una segunda piel. Estoy seguro de que con él no me cansaría jamás de caminar. Y siempre tenía que hacer un gran esfuerzo para no entrar y probárselos. ¿A dónde vas tú con esos zapatos, totorota? ¿Es que no viste lo que costaban? Anda, tira para adelante, que encima llegarás tarde al trabajo. Y se alejaba de la tienda lentamente, sentado en su silla de ruedas de segundo culo, como solía decir. Además, trataba de razonar consigo mismo como cada día:  ¿Para qué coño quiere zapatos alguien que, como tú, ya no tiene piernas? Aun sabiendo que mañana se volvería a parar delante del escaparate para mirar todavía con más deseo esos zapatos de gamuza azul.

Preguntas sin respuesta.

 


                          La última vez que entré en una iglesia fue un Domingo de Resurrección de hace diez años. No recuerdo qué pasó, si es que pasó algo, pero nunca más he vuelto a pisar una iglesia desde entonces. Bueno, excepto para los tan manidos funerales, pero nada de bodas, bautizos y demás. Ese domingo en particular hacía frío para ser abril, ventoso y con un cielo plomizo que parecía amenazar lluvia inminente. Qué rara es la memoria, carajo. Me acuerdo del parte meteorológico de ese domingo de hace diez años y no de lo que desayuné ayer. Suponiendo que ayer desayunase, claro. Ya por aquella época vivía solo. Me refiero a la más absoluta, dura y deprimente soledad. Una soledad que por entonces me ahogaba más fuerte cada día que pasaba así que o me refugiaba en el alcohol o en la fe, y dado que tampoco iba muy boyante en cuanto al dinero, y que beber cuesta lo suyo, la elección de entonces fue sencilla. Quería encontrar lo inexistente: respuestas. Claro que para eso hay que saber antes qué preguntar y a quién y yo, por no saber, por entonces no sabía ni el día en qué vivía. Esa fue la última vez que entré en una iglesia sin que fuera para un funeral. Y aún después, cuando iba a alguno, procuraba quedarme lo más cerca posible de la puerta. 

                               Así hasta hoy. Tampoco es que  haya encontrado la fe de golpe. No encuentro los calcetines cuando salen de la lavadora, como para encontrar la fe. Ni las cosas han cambiado mucho desde aquella época: sigo sin respuestas y sin saber qué o a quién preguntar para encontrarlas. Solo que ahora me importa un carajo una y otra cosa. Sigo en la soledad más absoluta, es verdad, pero mi economía es más boyante -cosas de la herencia de la tía Pili, que dios o el diablo deben estar soportando- y evito deprimirme gracias al amigo Jack Daniels y al sexo de quinientos euros la noche cuando el whisky no es suficiente. Y ahora, que casi me había acostumbrado a la soledad, a las resacas y a la sensación fría - como la de agarrar con la mano un pez muerto - del sexo pagado; ahora que ni buscaba ni quería respuestas y  que ya no me hacía otras preguntas que no fueran a qué hora llegaría el repartidor del súper con las bebidas o la repartidora de sexo con su carga de besos, caricias y amor de tarifa fija, ahora me llega el medico  con ese lenguaje aséptico y críptico que les encanta usar y me da los resultados de mi última -esta vez sí- analítica: cáncer de páncreas en fase IV con metástasis. Menos de un mes de supervivencia. ¡Manda cojones! Bueno, yo ya sé que nadie irá a mi funeral. De hecho dudo que hubiera uno. Pero oye, nada me impide que yo me pague el mío y  además asista a él mientras aún siga aquí. Total, el cura no me pidió el certificado de defunción sino el nombre del finado y una ayuda para las necesidades de la iglesia. El buen hombre, padre, párroco o  como se les diga puso los ojos como platos cuando le di un billete de doscientos euros. Qué menos para mi funeral, ¿no? Puñeteras preguntas. Háganme caso: nunca pregunten si no saben antes la respuesta. 

Tardes de verano.



                              Eran las últimas tardes de aquel verano, lo recuerdo bien. El aire y tu piel aún olían a mar y nada hacía prever el caos en que se convertirían nuestras vidas en apenas unas semanas. Todavía nos levantábamos cada día mirando al sol con esa sonrisa bobalicona que solo saben poner los locos y los enamorados. O los viejos. Los viejos también. Ellos están tan cerca de la muerte que agradecen cada nuevo día como si fuera un regalo de Navidad. Todavía la palabra amor era algo así como nuestro apellido y no ese campo de batalla sangriento, doloroso y cruel que llegó a ser. Te juro que no sé qué nos pasó. Llevo años pensando en ello. Los mismos que llevo odiándote. Seguramente los mismos que tú llevarás odiándome a mí. Antes nos reíamos como niños cuando tratábamos de ganar la porfía, entre besos, caricias y carantoñas, sobre quién quería más a quien. Ahora ya no hace falta. Ahora estoy seguro, sin necesidad de discutirlo, de que eres tú la más odias de los dos. Y no será porque yo no te deteste con las mismas fuerzas que antes te amé. Al final, fuiste tú quien ganó aquella apuesta, aunque para nada.
                                        ¡Que no lo sé! Que te juro que no sé nos pasó. Solo pasó. Una mañana ya no te hacían gracia mis bromas y a mí dejaron de parecerme dos imanes tus ojos. ¡Qué cursilería, por dios! ¿Seguro que yo dije eso alguna vez? Tú dejaste de prestar atención a mis anécdotas y a mí me aburrían cada vez más tus historietas del trabajo. Fue así de simple. Y de repente pasamos de ser dos tontos enamorados a ser dos desconocidos mal avenidos y lo que antes ocupó el amor ahora empezaba a ocuparlo un rencor sordo. Hasta que una noche tus ronquidos me desquiciaron tanto que me fui a dormir a un hotel y volví a sentirme libre después de mucho tiempo. Jamás regresé. Mandé a mi hermano a recoger mis cosas. Las que quisieras darme. Le di orden de no discutir contigo por nada y menos por cualquier cosa material. Lo importante ya lo tenía: mi libertad. Sí, puede que hubiéramos debido hablar. ¿Pero hablar para qué? ¿Y de qué? A esas alturas ya nos odiábamos demasiado como para parar la hemorragia con una tirita. Sin embargo te confieso que en días como hoy, cuando el verano está muriendo, el aire trae olor a bronceador y a mar, y veo pasear a las parejas abrazadas riendo y besándose, no te negaré que el corazón se me encoge recordando esos días de aquel último verano, cuando nos amamos como si nunca fuéramos a dejar de hacerlo.

Y nada pude darte.



                             Un viejo reloj de bolsillo, un maletín de cuero curtido con las costuras ya desgastadas y un montón de dudas. Eso es lo que me dejó mi padre al morir. Hacía años que no nos veíamos. Ya saben: las discusiones entre padres e hijos a veces no tienen más solución que la que le ponga la muerte. Y la nuestra fue una de esas discusiones. Pero si me preguntan qué la ocasionó o quién dio el primer grito -o el último, que para el caso tanto da- les tendría que confesar que ni quiero ni puedo recordarlo con claridad. Cuando entré en su apartamento me vino de golpe un mundo entero de recuerdos y sentí que me ahogaba, como el pasajero ebrio que se cae por la borda del crucero de su vida a un mar picado por unas emociones que ya no me obedecían. Abrí la ventana y la luz  que entró y el ruido de unos chiquillos jugando al fútbol que usaban la pared del edificio como portería ayudaron a calmarlo todo, a que se marcharan emociones y fantasmas. Así que allí había pasado sus últimos años. Allí, en aquella silla, que fue lo único que supe reconocer de lo poco que había en el apartamento, lo habían encontrado muerto días atrás. La policía me dijo que estaba con la cabeza apoyada en los brazos encima de la mesa. Les dije que ese gesto era muy suyo cuando se ponía a pensar o estaba cansado. También me dijeron que debajo de la mesa, en una caja de madera desbastada, encontraron un montón de cartas dirigidas a mí con la tinta corrida. como si hubiesen llorado sobre ellas. ¿Llorar mi padre? Me cuesta creerlo. Al menos no el padre que yo recordaba. Los policías quisieron darme las cartas pero las rechacé. Esa era la segunda vez que lo hacía. Tampoco quise cogerlas cuando me las traía el cartero cada mes durante años hasta que un mes, creo que fue en mayo, sí, porque fue por mi cumpleaños, dejó de mandarlas. Nunca supe lo que ponía en ellas. Da igual. Y más ahora, que está muerto y mi herencia es un viejo reloj de bolsillo, un maletín de cuero curtido con las costuras ya desgastadas y un montón de dudas que ya jamás resolveré.

Braulio.



                               La gente se acercaba a la cantina de Sociedad de Labradores para escuchar las historias que Braulio contaba mientras echaba la partida diaria de dominó. Braulio era buena gente, todos lo apreciaban y todos comentaban que, para desesperación de su compañero de partida, era mejor contando historias que echando fichas. Al principio solo tenía de público a los que jugaban con él la partida, a Vicentito, el cantinero, y a los que, en la mesa de al lado, jugaban a la zanga. Luego se corrió la voz y se fueron sumando los que iban a echarse la copa, el puro y la siesta en los sillones orejeros, como mandaban dios o la tradición, que eso Braulio, ateo confeso, nunca lo tuvo claro del todo. El caso fue que poco a poco se  animó a venir más gente. Incluso algunos que no eran socios de derecho pero que al  consumir en la cantina se lo ganaban a pulso -o más bien, a impulso- de copa de Veterano o chinchón seco, para desesperación suya y alegría del cantinero que tenía la concesión de la Sociedad. Vicentito no recordaba verla con tanta gente desde los tiempos de don Miguel Camacho, alcalde que fue en los tiempos de la II República y que, cada viernes, hacía allí los plenos municipales para que todo el que quisiera pudiera intervenir, Algunos de estos plenos duraban hasta cerca de la media noche y luego, los más resistentes, continuaban con las copas y el debate en las mesas del salón mientras jugaban al cinquillo. Braulio contaba historias que tenía embobados a todos. La mayoría intuía que eran inventadas. O que, al menos, no eran ciertas del todo. Pero lo hacía con un arte tal que nadie osaba interrumpirle o afearle una mentira. Sin duda era un mago de la palabra, Dominaba ese arte de tal manera que, justo cuando echaba el doble seis o el blanco uno para cerrar la partida o, si había suerte, dominar el juego, lo hacía en el momento adecuado para dejar el final de la historia para otro día. Todos reían su habilidad y brindaban por su pericia. Lo que nadie imaginó nunca fue que sentían un pánico atroz a acabar la historia y después no tener nada más que decir.

El hombre malo.

 


                     De pequeño siempre iba caminando al cole. Solo eran siete manzanas y un pequeño parque donde tenía prohibido parase a jugar si no iba con sus hermanos mayores. No le importaba ir caminando. Así ahorraba el dinero de la guagua y con él podía comprarse golosinas o algún tebeo. Le encantaban los tebeos. De camino iba tocando los timbres de las casas que tenían grandes puertas de madera. Solo tocaba allí porque sabía que tardarían mucho en llegar a la puerta y nunca lo iban a pillar. Los tocaba y salía corriendo hasta la siguiente casa que tuviera un gran portón. Al llegar al parque corría como si compitiera con él mismo, sin mirar a ningún lado, deseando cruzarlo lo antes posible. No es que fuera un niño especialmente miedoso pero sí impresionable, y todos decían que allí, en el banco de piedra junto a la estatua de Pérez Galdós, vivía el hombre malo. Eso sí que le aterrorizaba. Solo de pensar en él tenía pesadillas y, aunque le avergonzaba, a veces hasta mojaba un poco la cama. Medio siglo más tarde los niños ya no juegan a tocar los timbres de las casas y el hombre que duerme en el banco de piedra, entre cartones y mantas sucias, es él. Pero algunas cosas siguen sin cambiar: la estatua de don Benito, que lo mira impertérrito, y los niños, que corren sin atreverse a mirarlo al pasar delante de su banco como si allí estuviera la puerta del infierno. Y bien pensado, tampoco estaban demasiado equivocados, no.

Unos céntimos.



                     Yo solo quería unos céntimos, lo juro. ¿Qué son unos céntimos para esta gente? Nada; menos que nada. Para mí, sin embargo, son la diferencia entre comer algo medio decente o tener que rebuscar en la basura. Solo quería unos céntimos y los pido con mucha educación, no soy de los que insisten ni les miran mal cuando no me dan o hacen como si fuera invisible o inaudible. Antes, al principio, me dolía, pero todo en la vida acaba por hacer callo; hasta el alma. Lo que pasa es que, con esto de las mascarillas y la pandemia, a veces se asustan. Sobre todo si no me ven llegar. Y ese tipo estaba claro que no me iba a ver llegar concentrado como estaba en las tetas operadas de la rubia que tenía enfrente. Yo, de ser él, tampoco miraría otra cosa. No me lo tomé a mal. Lo malo fue que la rubia se sobresaltó y dio un gritito. De verdad, les juro por lo que ustedes quieran que solo quería una moneda: cincuenta céntimos tal vez. O veinte; incluso con una monedilla de diez me apañaba, pero lo que no quería era un lío. Y menos con la montaña de músculos tatuados, cabeza rapada, botas con puntera de acero y cerebro en busca y captura que cuidaba de que todo estuviera como el dueño del local, un turco muy mal bicho, quería que estuviera. Yo extendí los brazos para calmar a la rubia de tetas operadas pero en vez de entender que era un gesto conciliador pensó que los amenazaba y del gritito pasó a chillar como una loca. 

                        Traté de irme. Total, tampoco me iban a dar ni una moneda de cinco céntimos y era mejor intentarlo en otra terraza, pero la montaña humana apareció como por arte de magia a mi lado con otros dos clones suyos más que no sé de dónde diablos salieron. Joder, me sentí importante: tres monstruos para sacarme de la terraza a un enclenque medio muerto de hambre como yo. Vale, la culpa fue mía: no debí reírme cuando ya salíamos del local, pero me dio la risa floja ante esa idea. Y eso que traté de explicarles que, de verdad, pero de verdad, yo solo quería unos pocos céntimos, pero uno de aquellos brutos se cabreó aún más porque  un moromierda como yo, encima de venir a violar a sus mujeres y robar, se riera de ellos. Los tres me llevaron en volandas hacia la parte de atrás de la terraza. Pensé que me iban a dar una paliza del carajo. No sería la primera, pero viendo la cara congestionada de aquel trío de animales puede que fuera la última, pensé. Pero no, al llegar al final del pasillo, me soltaron y uno de ellos sacó un billete de diez euros. Con esto seguro que ya no pides más, me dijo mientras me él mismo me lo guardaba en el bolsillo de la camisa mientras que los otros dos me empujaban al vacío. Yo solo quería unos céntimos, por Alá, nada más. Y ahora voy cayendo con una mano sujetando el billete de diez euros en mi bolsillo para que no se me pierda y la otra tapándome los ojos. Esta puñetera terraza estaba en la tercera planta del centro comercial si entras desde la calle y la sexta sobre el garaje. Y justo sobre el garaje caeré. Ojalá que no me duela mucho antes de morir.

El Álamo.

                         La primera mentira fue la más convincente. Luego vinieron otras, pero aquella fue la que me enamoró de ti. Claro que todo estaba de tu parte ese día: tu sonrisa, tu mirada, esa música traidora que me hacía sentir vulnerable, el sol que entraba tamizado por las cortinas del local y sobre todo, tu voz, esa voz que me derretía por dentro asegurándome que jamás mentías mientras me mirabas taladrándome los ojos, fundiéndome el corazón como si fuera una quinceañera. Esa fue tu primera mentira; ese fue mi primer error. No sé por qué la creí sin cuestionarla. Ni era la primera vez que me mentían ni era la primera vez que me equivocaba en cosas de amores, pero esa mañana necesitaba creerla. Esa mañana necesita creer y apareciste tú. Tal vez fue ese aspecto tuyo de haber sobrevivido a un montón de heridas en la vida y, a pesar de todo, no haber perdido la capacidad de sonreír. Sí, eso fue: siempre sonreías. Incluso cuando me contabas lo más triste que un hombre podía contar sobre su vida lo hacías con una sonrisa en los labios; como si aquello no fuera contigo, como si, en realidad, hablaras de otro tipo al que la vida hubiera puteado, como si aquello tan cruel que me estabas contando le hubiera pasado a otro y tú solo fueras un testigo casual que me lo estuvieras contando a mí. Eso fue, justo eso, lo que hizo que me enamorara de ti, lo que hizo que poco a poco te convirtieras en el amigo ideal. Lo que entonces no supe ver es que también te convertías en el enemigo perfecto. 

                              Y así, día a día, tarde a tarde, copa a copa, beso a beso, caricia tras caricia, sexo del bueno, sin inhibición ni reloj, confidencia tras confidencia, te entregué la plaza con armas y pertrechos. Como  en la rendición de Breda pero sin esos tres metros de lanzas detrás de mí. Como en la caída del Álamo, pero sin el heroísmo, la sangre y el fuego. No, a nuestro alrededor solo había un enorme abismo repleto de amargura que cada día se agrandaba un poco más. Aquella primera mentira no la vi venir; o sí, pero me la creí porque la necesitaba. ¿Pero y las demás? ¿Y las que yo te ayudé a fabricar o las que, estúpidamente, fabriqué para ti? ¿Y las que fabriqué en mi mente para mí, para no ver tantas mentiras tuyas y mías? No, ya sé que para esto, tú, que tienes respuestas para todo, no tienes ninguna. No sufras: yo tampoco. Y hazme el favor de borrar esa sonrisa de tu cara. Y deja de mirarme así. Si supieras que cuando nacen las preguntas sin respuestas, la magia se desvanece, dejarías de tratar de mantener una ficción que ya no existe ni en tu imaginación. Hasta  Breda o el Álamo cayeron, pero lo hicieron con dignidad. Paga tú estas copas. Yo hace tiempo que dejé de disfrutar del alcohol y de todo lo demás a tu lado. Hubieras debido de darte cuenta; al menos de esto, machote.

Ese tedio mortal.

 


                       Cada mañana se levanta antes de que suene el despertador, toma un enorme batido healthy  que sabe - y desde luego se parece- a pis de gato con diarrea y que le recomendó su dietista. Luego sale con con Ares y Atenea, sus dóberman, a correr por un parque que, a esas horas de la madrugada, está ahí solo para ellos. Mientras corre se dice, como cada día, que le gustaría que existiera algún dios al que poder culpar de los errores de su vida y así poder hacer un pacto con el diablo para que cuando volviera a casa y se mirase en el espejo, cansado, sudoroso, apenas sin respiración por el esfuerzo realizado y con las tripas gruñéndole por ese batido healthy de mierda, dejase de ver en su cara el mismo tedio mortal de todos los días y que, además, le había salido una nueva arruga en su alma.

Ejecutivo de cuentas.

 



               Te veo salir como cada día: el ceño fruncido, abrochándote la chaqueta, leyendo en el móvil los primeros correos de tu jefe y olvidándote, una vez más, de coger la mascarilla y de darme un beso de despedida. En seguida abres de nuevo y coges la mascarilla de mis manos mientras rebuznas no sé qué sobre lo incómoda que es y sobre la puta pandemia esta antes de cerrar de un portazo. Pero yo me quedo, de nuevo, sin mi beso. Antes te lo pedía yo si se te olvidaba. Y mucho antes tenía que ser yo la que te echara a empujones, entre risas y besos, para que no llegaras tardes al trabajo. Realmente no hace tanto pero hoy, sentada en la cocina, bebiéndome un café que ya se ha quedado frío, tan frío como nuestra relación, hoy, me parece que eso ocurrió hace siglos. Mi vida es absurda, me digo, absurda. Cuarenta y cinco años, licenciada en Filosofía -coño, papá, ¿en qué pensabas cuando me "aconsejaste" esa carrera?- y sin un trabajo remunerado como debe ser desde hace tanto, tanto tiempo, que a veces siento vergüenza a pesar de que sé que la culpa no es mía. Pero es que hay momentos en los que una ya no sabe qué pensar. Lo mismo me pasa contigo, Alberto. Yo trato de tenerlo todo listo para cuando llegas, aunque no sé nunca a qué hora vas a llegar, pero sé que nunca será antes de las nueve. Es lo que tiene ser ejecutivo de cuentas en un banco de inversiones: que no hay un horario, me dijiste la primera vez que me quejé que cada vez nos veíamos menos. 

                                Me imagino que las cosas no deben ir muy bien en la empresa porque últimamente pareces un mimo: sacarte una palabra es tarea vana; a lo más, un gruñido que yo ya interpretaré como dios me de a entender. ¿Qué mierda nos pasó, Alberto? No lo sé. ¡Vaya filósofa del tres al cuarto que estoy hecha! Solo sé que ahora somos Alberto y Lola, dos examantes, dos examigos y, me temo, próximamente una expareja que, alguna vez se amó, rieron y fueron felices imaginando un futuro juntos bebiendo los dos del mismo botellín, compartiendo un bocata de tortilla, la hora de la ducha -que entre juegos, risas y besos se alargaba hasta que el agua salía helada- e incluso hasta los sueños. Y hoy... hoy me tomo el café frío porque tú te tragas el tuyo de un tirón para salir antes de casa. Siempre he sido muy poco proactiva así que, aunque sepa de qué va esta historia, esperaré a que seas tú quien, cualquier noche de estas -esto suele pasar de noche- me invites a cenar para decirme lo que ya sé: que esto se ha terminado, que aún somos jóvenes, que mejor dejarlo antes de hacernos daño y todo el repertorio que un vendedor de humos, ¡ay!, perdón, un ejecutivo de cuentas, como tú está acostumbrado a decir. Creo que será la primera vez en años en la que brindemos juntos por el futuro del otro mirándonos de verdad a los ojos. Ojalá no tardes mucho, Alberto.


Petronio.



                                Julio siempre fue un tipo elegante. Guapo no, pero con ese toque de clase al vestir y en los modales que, o se mama, o se aprende en la vida con mucho sacrificio. Algún compañero de facultad le puso el sobrenombre de Petronio por ser este el primer influencer de la moda, allá por el imperio romano. Nunca supo si tomárselo como un elogio o como la taimada burla del que lleva apellidos compuestos ante el que, lo único compuesto que tenía, era la fiambrera de arvejas que su madre se empeñaba en seguir mandándole al Colegio Mayor. Cincuenta años más tarde lavaba cuidadosamente sus calcetines negros en una bañerita roja, observaba la barba de una semana que cubría su cara y el jersey, de Lacoste, sí,  pero con unos zurcidos discretos en la patente y que lo mismo usaba para estar abrigado en la habitación, leyendo, que en la cama a modo de pijama. Un cierto aire de digna elegancia lo seguía envolviendo. Caído, sí, rendido, nunca: si fuera un noble medieval esa sería sin duda la divisa de su escudo. Guardaba su ropa en dos armaritos de esos de telas con cremallera. En uno, la que fue de calle y ahora solo se podía usar en sus veinticinco metros de apartamento; en otro, la que aún aguantaba la visión de los demás y que usaba en sus cada vez más contadas salidas. Salía poco porque aunque siempre aguantó bien las puyas de los que fueron sus compañeros, los de apellidos compuestos, ahora, con casi setenta años las fuerzas no eran las mismas y él tampoco. Ellos sí. Ellos seguían siendo ricos; incluso más. Además, muchos habían medrado en la política, en la banca, en la judicatura, sobre todo en cualquier crisis -real o inventada-, en todos los sitios y ocasiones que les diera más dinero o poder. Él no supo o no quiso aprovechar que también salía en la foto con ellos. Puede que porque por muy elegante que fuera siempre supo que jamás fue uno de ellos. 
                     Sus padres lo intentaron con toda su buena voluntad. No querían para él la vida que habían tenido ellos: con dinero pero sin estudios en una sociedad donde cada vez se valoraba más un título colgado en la pared, y puesto que el dinero no era un problema, consiguieron que entrara en el mejor de los colegios, donde se formaban las elites, aunque ellos, pobres, no supieran qué significaba esa palabra. ¿Y todo para qué? Para ser el muñeco del tiro al blanco de los otros. Para luego, trabajar como un desgraciado, doce -a veces quince- horas diarias, tratando de ganar algo del respeto social que aquellos disfrutaban. Para competir contra él mismo, contra todo y contra todos, creyendo que en algún momento, detrás de algún recodo de la vida, encontraría la felicidad. ¡Ay, Petronio, Petronio; Petronio de pacotilla. Cómo caíste en esa trampa! En fin, ya no hay remedio. Colgó con cuidado los calcetines de una pequeña cuerda en la ducha Y se sentó a leer junto al tragaluz. Mañana tenía que ir a devolver los libros a la biblioteca así que le tocaba afeitarse. Ya había abetunado sus zapatos y planchado la camisa celeste de mil rayas. Ser pobre no debe estar reñido con ir limpio y arreglado, se dijo suspirando mientras abría el libro de cuentos breves de Kafka.   

Cuando me vaya.

 

 


                    La tarde que me vaya, amor, porque sé que será una tarde, a esa hora bruja en la que ya no es de día pero la noche aún no ha llegado, a esa en la que los enamorados se miran a los ojos y ven luces brillantes, como si en vez de una pupila mirasen una guirnalda en Navidad. La tarde que me vaya, te decía, me iré sin haberte dicho tanto como quisiera todo lo que te he amado, sin haberte dado esos millones de besos que nos prometimos cuando paseábamos cualquier tarde por la playa, siempre a esa hora bruja, casi mágica. Me iré triste por todo lo que creí poder hacer y jamás intenté; el miedo es el mayor de los frenos, amor. Me iré sin saber si voy o vengo, si quiero ir o quiero venir, si debo ir o debo venir, si... Pero también me iré con el sabor de tu piel en mis labios. Jamás probé nada que me endulzara más la vida. Me iré con ese dolor de tripa que siempre me daba cuando nos reíamos juntos a carcajadas. Al menos antes lo hacíamos, ¿te acuerdas, amor? Me iré, pero sabiendo que esta vez, al menos por esta vez, aposté al rojo y salió el rojo. Y ya no quise jugar más. No es inteligente tentar de nuevo a la suerte cuando esta ya te sonrió. A mí me enseñaron que cuando por fin encuentras a tu amor, el siguiente amor, como el último euro en la bolsa, que lo disfrute otro. Por eso, cuando cae la tarde pero aún no ha llegado la noche, amor, ves en mis ojos ese velo de tristeza que trato de disimular con el cansancio del día, las horas de lectura, la edad -ya sabes- y esta miopía creciente, como la luna que ya asoma por detrás de aquel monte frente a casa y que siempre observo ensimismado, amor. Sí, me iré una tarde a la hora bruja. Pero no será hoy.

Mentiras de amor.

 


                      En el fondo nada de todo esto era algo original. Otras muchas lo habían vivido y sentido antes que ella. O eso se decía a modo de consuelo mientras se desmaquillaba cuidadosamente ante el espejo de su dormitorio. En la radio, un bolero; en la calle, el ruido sordo de la lluvia cayendo sin parar, y a su alrededor, una casa vacía de esos sonidos que apenas percibimos pero que precisamente son los que la convierten en hogar. Eso es lo que la rodeaba noche tras noche durante los últimos meses de este invierno. Eso, y una cara que la miraba tensa, con ojos llenos de angustia desde el espejo cada vez que se desmaquillaba. Al  principio solía dejar la radio puesta con el sonido bajito toda la noche para no sentirse tan sola. Y eso que la puñetera canción que sonaba tan triste, tan llena de melancolía, la lluvia que empapaba las calles de una ciudad vacía, sucia, desangelada; y este maldito frío que más que calar los huesos calaba su propia alma eran una invitación constante al llanto, a que junto con esas lágrimas dejara escapar todo el miedo y la frustración que la ahogaba. Pero no, no lloraba. No podía. Tal vez es que ya no me quedan ni más lágrimas ni más sonrisas, murmuró para sí mientras miraba su rostro, libre ya de maquillaje, devolviéndole una mirada inexpresiva y vacía justo cuando Luis Miguel, desde la radio, en voz muy baja, casi en un susurro, le decía que nada le consolaba si no estaba ella también. ¡Qué mierda! Nada hiere tanto a un corazón roto como una mentira de amor cuando te la canta Luis Miguel.

El clavo ardiendo.



                      Parecía  mucho más fácil cuando se lo explicó: coge un folio en blanco, divídelo en dos y en una parte pon lo que has hecho de lo que te arrepientas;  esas cosas que, según insistes cada vez que nos vemos, su recuerdo te avergüenza y te tortura. En la otra debía poner, según ella, las cosas que sin duda había hecho pero no pensaba en ellas y al final, en la próxima cita, verían que, en realidad, ambas partes estarían bastante equilibradas. Equilibradas, ya. ¡Y una mierda para mi! Dos horas, coño, dos horas llevaba mirando la mitad donde debería poner las cosas positivas, las cosas de las que, aunque no las tuviera presente, al recordarlas, se sintiera un poco orgulloso. Aunque fuera un poco. Dos horas perdidas mirando la mitad impoluta de un folio. Cada vez que iba a escribir algo se paraba. La punta del boli casi acariciaba el puñetero papel durante unos segundos y luego lo retiraba como el que va a comer de un plato que, al olerlo, siente arcadas. Si es que mientras más pensaba solo le veían recuerdos, algunos casi olvidados ya, de cosas que quisiera no haber hecho, no haber dicho, de personas que le confiaron su vida y él se la jugó a cara o cruz para ganar un poco más de dinero, para subir un poco más en el estatus de su profesión. No, desde luego, aquello no era algo por lo que sentirse orgulloso. Para nada. Pero ella insistió tanto que, a pesar de saber lo iba a pasar, ni supo ni pudo decirle que no. Aquella psicóloga era su clavo ardiendo y aunque sabía que se quemaría, se aferró a él con todas sus fuerzas. La lista de las cosas de las que se sentía avergonzado, aquellas que le torturaban en sueños y despierto, las que, como el limo de una ciénaga, cada vez le atrapaba más y más en el fondo, era realmente grande. la otra, inexistente. Mañana terminaba el plazo. Mañana a las nueve era la cita y él no podía permitir que su orgullo fuera vapuleado una vez más por nadie. ¿Ella quería los dos lados del folio llenos? Él se los daría llenos. Se levantó y volvió con lo único que heredó de su padre: una Mossberg 500. Su padre y él no se hablaban mucho pero ambos tenían la misma pasión. Aquella Mossberg 500 fue la última adquisición del viejo. Era una maravilla y ahora era él quien acariciaba esa belleza recorriendo casi voluptuosamente sus curvas y el frío acerado de su cañón. El estampido se escuchó en todo el edificio. Al fin y al cabo, esa era una escopeta para caza mayor, Si hubiera podido ver el resultado se hubiera sentido satisfecho. Incluso hubiera tirado de su terrible humor negro y seguro que de haber podido, al ver los trozos de su cerebro y las salpicaduras de sangre que manchaban la parte, hasta ese momento, inmaculada del papel hubiera dicho algo así como: bueno, ahí tiene lo que escondía mi cabeza. Seguro que ahora puede usted estudiarla mejor, ¿no?

La gran estafa.

 


                       Miró de nuevo hacia donde estaba su padre. Bueno, hacia donde estaba el cuerpo de su padre. Se sintió rara una vez más. Vacía. Como si toda su vida hubiera estado de alguna manera esperando inconscientemente este instante y ahora nada estuviera ocurriendo como se lo había imaginado. La vida era un puñetero fraude, joder. Siempre se lo decía su padre, pero ella nunca le creyó. Se acercó al ataúd. La verdad es que parecía dormido, Como cuando lo iba a ver algún sábado que otro, cada vez más espaciados entre sí, esa era la verdad, y después del almuerzo el pobre hombre no podía evitar que se le cerraran los ojos por muchos esfuerzos que hiciera. Tenía el mismo aspecto contrariado que ahora que hasta por un instante creyó que se iba a despertar protestando y asegurando que no, coño, que no estaba dormido, que le picaban los ojos y los había cerrado un momento pero que se había enterado de toda la conversación, entre avergonzado y triste por el tiempo perdido. Sí, aquel era su padre. En el fondo, un desconocido que, a pesar de que la vida se empeñó en separarlos una y otra vez, él jamás se rindió y siguió tendiendo puentes entre ellos, a veces tan frágiles que más que un puente era una simple liana mal trenzada pero su padre solía decir que a Tarzán le bastaba una liana para recorrer toda la selva. ¡Pobre hombre! En el fondo lo quiso a pesar de que nunca se entendieron del todo. Es más, tampoco creía que se conocieran de verdad. Lo ciertu es que cada uno tenía una imagen distorsionada del otro: él cuando la miraba veía a aquella niñita de cuatro años que le decía adiós con la mano y ella veía a un señor que prometió volver pronto y tardó diez años en hacerlo. Cosas de la vida, suspiró. Y ahora estaban aquí los dos: un cuerpo sin vida y una vida sin alma. Porque se sentía así: una persona sin alma. ¿Cómo si no podía no estar destrozada por dentro? ¿Cómo si no podía no estar ahora mismo ahogándose en su propio llanto? Joder, papá, al final te tendré que dar la razón y la vida es un puto fraude.

La importancia de ser viernes.





                     ¿Hoy es viernes, verdad, mi niño? Era la enésima vez desde que se levantó que hacía la misma pregunta. Su vida se centraba en que llegara el viernes. El resto de la semana era un mero trámite para ella: se levantaba, hacía los ejercicios que el médico les mandaba, se aseaba, comía y después de la siesta permanecía sentada en la sala de la televisión sin apenas intervenir en las conversaciones de las demás residentes, esperando que llegase la noche para cenar y poder acostarse de nuevo. Así día tras día hasta el viernes. El viernes se despertaba impaciente, apenas se esforzaba en los ejercicios, se aseaba con más cuidado -hasta se ponía unas gotitas de 1916, su colonia de toda la vida- comía y luego, en vez de hacer la siesta, se sentaba estratégicamente de manera que pudiera controlar la puerta y a quién entrara o saliera. A todos los que pasaban cerca de ella les preguntaba si de verdad era viernes, temerosa de haberse equivocado de día espoleada por el deseo: ¿Hoy es viernes, verdad, mi niña? Sí, doña Juana. La asistenta contesta una vez más mientras se aleja para atender a las otras ancianas, que miran a doña Juana con un fondo de envidia en sus ojos casi glaucos. Casi todas tienen familia pero casi ninguna tiene la suerte de doña Juana que, ya desde antes de la pandemia y ahora, después de que las vacunaran,  cada viernes del año, como una norma no escrita, pasa la tarde con su nieta. Ella le trae medio a escondidas esos dulces italianos que tanto le gustan, le lleva chismes de la familia o simplemente le acaricia las manos en silencio mientras doña Juana habla de los novios que tuvo cuando fue joven o de lo trasto que era su padre de pequeño mientras que, de reojo, mira cómo caía la tarde rezando para que, al menos ese viernes, el tiempo pasara un poco más lento.

Ana ante el espejo.

 


                           Mientras se dirige a su dormitorio va lanzando a un lado y a otro su ropa: los estiletos de Jimmy Choo en el recibidor, el bolso de Prada en el salón, el vestido de Balenciaga en el pasillo y el reloj Bvlgari lo dejó tirado junto a la cama sin darle ninguna importancia. Ya lo recogerá mañana la chica del servicio. Le encanta hacer eso: demostrar que a pesar de vestir una fortuna la trataba con desprecio, como si lo que llevara fuera ropa de mercadillo. Hacía que se sintiera más rica y poderosa aún. Allí, en su habitación, desnuda frente al espejo -eso de llevar ropa interior era tan demodé-, observaba detenidamente su cuerpo. Para ser una mujer que ya había cumplido los cincuenta estoy perfecta, pensaba con orgullo. Se acarició cada parte de su cuerpo entre voluptuosa y exigente. Mis tetas aún  están en sus sitio y el sexo afeitado me ayuda a conservar ese aire aniñado que tanto excita a los hombres cuando me ven desnuda por primera vez. Eso nunca me falla. Sé lo que digo: saco de ellos su lado más perverso, los deseos que nunca confiesan -ni a ellos mismos- y los vuelvo locos. Con una mano se acariciaba el vientre, plano y duro, y con la otra las nalgas, duras y redondas, con ese toque de tersura que solo una genética privilegiada, un buen gimnasio y unas mejores cremas, caras, carísimas, consiguen mantener a su edad. Soy feliz, se dijo sonriendo al espejo sin mirarse a los ojos. Sabía que la Ana que estaba al otro lado, perfecta y aniñada, sonreiría también pero que sus ojos le llevarían la contraria. La Ana de este lado del espejo aprendió a mentir muy pronto. La otra no lo consiguió jamás.

El último banco del barrio.

 


                        Cada mañana se sentaba en el único banco público que quedaba en el barrio y veía amanecer. Hacía años que no dormía como dios manda: demasiados perros locos que se pasaban las noches aullando a la luna. O tal vez fuera su nevera, que crujía y chasqueaba quejándose de lo poco que últimamente tenía dentro. Elvira solía decirle cuando lo oía refunfuñar por el ruido que era que estaba vieja, que veinte años son demasiados para una nevera, pero no. Él sabía que la pobre sufría la crisis tanto como ellos, y como ellos protestaba, pero a su manera. O puede que fuera el viento helado que solía soplar entre las planchas que techaban el patio y que no paraba de hacer una sinfonía de ruidos extraños, agoreros, que parecían retumbar más en el alma que en los oídos. Ya no sabía qué podía ser lo que no le dejaba dormir. O tal vez sí. Tal vez simplemente fuera que desde que a Elvira se la llevó una mala noche una mala enfermedad a él, lo de dormir sin poder acurrucarse juntos, ya no le apetecía. Además, ver amanecer a diario desde el único banco público que quedaba en su barrio era un espectáculo tan hermoso que sería de tontos perdérselo. ¿A que sí, Elvira?

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